Vino, pánico y estrés postraumático tras la turbulencia

Volar siempre se siente como una aventura que vale la pena sobrevivir, y dan ganas de besar el suelo en cuanto se aterriza. Crédito: Kingmaya Studio / Shutterstock

Nada me hace cuestionar más mis decisiones de vida que tomar un avión. Si alguna vez escribo un nuevo drama, quizás debería titularse *Miedo a Volar*—una afición que practico ocasionalmente, ya que, por desgracia, no existen trenes transatlánticos.

Por extraño que parezca, he hecho el trayecto de Málaga a San Diego más de una vez sin pisar un avión. Autobuses, trenes, barcos y, en una ocasión memorable, un burro: he zigzagueado entre continentes y mares por todos los medios imaginables. ¿Lo sorprendente? El viaje se convirtió en la recompensa. Las montañas daban paso a valles, los caminos se deshacían en ríos, los paisajes mutaban como cuadros en movimiento. El viaje se tornó una obra maestra itinerante, recordándome que la alegría suele residir en el trayecto, no en el destino.

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Y luego está viajar en avión… Las puertas y pasillos de los aeropuertos son un caos en el mejor sentido de la palabra. Imaginen un San Fermín perpetuo: en lugar de toros, es una estampida de maletas cuyas ruedas giran como turbinas vengativas. No ruedan; cazan tobillos, hombros y mochilas. ¿Embarque a tiempo? Imposible. La supervivencia consiste en esquivar a un Samsonite con instinto suicida.

Nada iguala el pánico de rodar por la pista cuando el piloto anuncia una “revisión técnica” provocada por un olor extraño en la cabina. La calma se evapora. A los treinta minutos, uno empieza a cuestionar cada elección vital—incluida la flagrante ausencia de trenes transatlánticos. Entonces llega el pensamiento: ¿y si el olor “técnico” no es técnico, sino… personal? Un aroma misterioso emana de algún asiento. Me quedo inmóvil, lanzo miradas laterales y culpo en silencio al pasajero de dos filas atrás. ¿Podría una lasaña de avión recalentada tumbar un Airbus? ¿Pasaría a la historia como “el pasajero que gasificó la cabina”?

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Y aun así, volar tiene sus deleites absurdos: una copa de vino sobre las nubes, y el triunfo calladamente heroico de haber “hepto las necesidades en el cielo” tras la gélida ráfaga del baño—majestuoso, bochornoso, inolvidable.

Luego está el equipaje. Horas de cuidadoso doblado se esfuman cuando tu maleta es lanzada, golpeada y rodada por las entrañas del avión. Si las maletas hablaran, contarían historias de combates en cintas transportadoras, moretones en la bodega e interrogatorios de la TSA. Algunas necesitarían terapia tras un vuelo de larga distancia, balbuceando sobre “abuso de cremallera” y “trauma de asas”. Otras se unirían a grupos de apoyo para equipajes con problemas de confianza—sus etiquetas ondeando como medallas de guerra. Imaginen un Samsonite con TEPT: Trastorno por Estrés Post-Turbulencia.

Lo desconocido. La fragilidad. Horas suspendido en una lata de metal, a merced del clima, la tecnología, un piloto sobrio—y Dios. Mas dentro de esa vulnerabilidad yace una belleza extraña: la confianza, la rendición, la liberación de soltarlo todo.

¿Merece la pena? Quizá sí, quizá no… pero de algún modo, entre turbulencias, maletas vengativas y triunfos efímeros, volar siempre se siente como una aventura que vale la pena sobrevivir, y dan ganas de besar el suelo en cuanto se aterriza.

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