¿Por qué España es un destino turístico masivo y económico?

El insostenible modelo turístico de ‘cantidad sobre calidad’ que afronta España actualmente, hunde sus raíces en la decisión del dictador fascista Franco de abaratar al máximo la visita de extranjeros, como medio para blanquear su régimen.

El turismo en España comenzó en serio hacia finales del siglo XIX, inicialmente como destino de balneario y bienestar para extranjeros adinerados pero enfermizos durante los fríos meses invernales, cuyos médicos recomendaban clima soleado y aguas frías para recuperarse de sus afecciones.

La Guerra Civil paralizó por completo el desarrollo del sector. Una vez en el poder, el régimen franquista se cerró inicialmente al mundo e intentó alcanzar la autosuficiencia, pero carecía de la suficiente potencia industrial para mantenerse a flote.

Como resultado, la España franquista, necesitada de liquidez, cambió por completo su estrategia a finales de los 50 y principios de los 60. La dictadura liberalizó la economía e invirtió fuertemente en promocionar el turismo en el extranjero como instrumento de lavado de imagen, volviendo la espalda al sector católico y tradicionalista de la sociedad, que rechazaba la idea de turistas nórdicos de pensamiento liberal luciendo bikinis en las playas españolas.

Para Franco, “si llegaban turistas extranjeros de otras naciones, estaban aceptando tácitamente el régimen”, explica en su libro Nicolás Torres, investigador de la Universidad de Granada y autor de “La turistización patrimonial del franquismo”.

El régimen abrió sus fronteras sin controles ni requisitos de visado, se devaluó la peseta deliberadamente para abaratar las estancias, y una legislación fijó los precios que podían cobrar hoteles y restaurantes para mantenerlos bajos; todos factores que sembraron la semilla del modelo turístico de ‘todo vale’.

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De hecho, dos de los eslóganes turísticos populares de la época fueron ‘Pase sin llamar’ y ‘Spain is different’, escrito en inglés.

De 1960 a 1970, el número de turistas internacionales se cuadruplicó, pasando de 6,1 a 24,1 millones.

Fue en esta época cuando arrancó el boom constructivo en la costa española, a menudo sin los permisos adecuados, junto con una buena dosis de nepotismo y sobornos.

También se ofrecieron incentivos financieros a los alcaldes, tanto legales como extraoficiales, por parte del gobierno e inversores privados, si aceptaban convertir sus pueblos en focos turísticos bien equipados.

Esto transformó pueblos poco desarrollados como Benidorm en una megalópolis de rascacielos, llevando empleo y nuevas oportunidades a quienes antes eran pescadores y agricultores. Esta urbanización acelerada fue a menudo caótica y brutalista, algo presente aún hoy en muchos de estos pueblos costeros.

“El turismo de masas vinculado al concepto ‘sol y playa’ permitió la construcción de segundas residencias y hoteles cerca de la costa. Si se hubiera tenido en cuenta el futuro –nuestro presente– quizá no tendríamos la situación actual”, concluye Torres.

Para la década de 1970, gran parte de las islas y las costas del este y sur de España estaban equipadas para acoger a un número cada vez mayor de vacacionistas del norte.

No obstante, los ingresos turísticos del país no aumentaban, dadas las fijaciones de precios del régimen y que touroperadores como Thomas Cook y Thomson se quedaban con gran parte de los beneficios; su modelo todo incluido no animaba a británicos y otros a gastar fuera de sus hoteles.

Tras la muerte de Franco y las primeras elecciones democráticas en 1977, los españoles, con mayor poder adquisitivo y ansias de libertad, comenzaron a hacer sus propias vacaciones.

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La industria turística siguió creciendo, esta vez en teoría con algo más de regulación, incluyendo la Ley de Costas de 1988 que prohibió construir demasiado cerca del litoral.

El Mundial del 82, los JJOO de Barcelona del 92 e incluso la Expo de Sevilla ese mismo año, añadieron popularidad a la marca España, pero Marca España aún no pudo sacudirse su reputación de destino vacacional barato, soleado y permisivo.

Fue por entonces cuando comenzó a desarrollarse el ‘turismo de borrachera’, como lo describieron los historiadores Tomeu Canyelles y Gabriel Vives, autores del libro “Los años violentos: el origen del gamberrismo en Magaluf”.

El consumo excesivo de alcohol, el vandalismo y las peleas se volvieron habituales en pueblos que atendían al turista británico joven y de clase trabajadora –un nuevo tipo de turista– que desde entonces se ha asociado intrínsecamente con España.

Según artículos de archivo que los historiadores han desenterrado, ya en los 80 se pedía un modelo turístico no basado en el alcohol, pero los negocios en Magaluf, Salou, Lloret de Mar, entre otros pueblos costeros, siguen treinta años después promocionando agresivamente el alcohol barato como principal atractivo.

Mientras que Francia e Italia han podido evitar este tipo de turista, los únicos otros ejemplos europeos de destinos de fiesta y alcohol están en las islas griegas y Chipre.

El coloso turístico español es ahora multifacético y con diferentes gamas de precios, pero de los 94 millones de visitantes de 2024, una enorme proporción aún busca solo el precio bajo y el clima soleado.

Reformar un modelo turístico que el año pasado representó el 12,8% del PIB de España y el 20% de la fuerza laboral (incluyendo hosteleria) no es tarea fácil, pero con el turismo teniendo un impacto mayor que nunca en el coste de la vida, la calidad de vida y el acceso a la vivienda para los españoles, la necesidad de arrancar de raíz las semillas del ‘turismo de masas barato’ plantadas por la España franquista parece urgente.

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