Viajar sin volar

El legendario Queen Mary 2. Crédito: Alexandre Prevot / Shutterstock

De Málaga a California, sin necesidad de aviones

Todo comenzó porque detesto volar. Suena insensato, pero cuando el pánico arrecia, solo anhelas taparte los oídos y esfumarte. En un barco, me digo que quizás sobreviva – sé nadar (unos minutos, hasta que llegue la hipotermia o un tiburón). Pero, ¿en un avión? La probabilidad es nula – no sé volar.

Esta fobia se originó en un vuelo de larga distancia de Los Ángeles a París. Me asignaron un asiento junto a la salida de emergencia. Poco después del despegue, esta comenzó a emitir un ruido extraño, similar a una tos – como si estuviera resfriada. El ingeniero la revisó e intercambió una muda señal de complicidad con la auxiliar de vuelo: esto no pinta bien. Yo me ahogaba, sudaba, oraba como un monje. Incluso el capitán la inspeccionó y asintió: yo no apostaría por esta. Aquel vuelo de nueve horas se me antojó una eternidad. Al aterrizar, juré que jamás volvería a pasar por eso.

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No obstante, el ser humano es olvidadizo. En un periquete ya estaba planeando mis próximas vacaciones – ¡California! En esta ocasión, los aviones quedaban descartados. Tenía que haber otra forma. Así que tracé mi ruta:

Autobús + Tren + Ferry + Taxi + Queen Mary 2.

Este era mi plan costero del Pacífico: más lento que un avión, más rápido que un caracol.

La primera etapa: Málaga a París en autobús. (No fue la elección más acertada, especialmente al hacer transbordo en el País Vasco a las tres de la madrugada). Acto seguido, la policía subió para un control rutinario. Estaba tan aturdido y falto de sueño que por poco grito: “¡Sí, fui yo, agente! ¡Lléveme con usted, por favor!”

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De París a Caen… fue un deleite: deslizándome por la campiña francesa en tren, degustando un vino, fingiendo que este plan descabellado era sofisticado y no una locura.

Ya oscurecido, llegué a Caen para pernoctar – en uno de esos pintorescos hoteles donde prometieron que la llave estaría “en algún sitio”. A medianoche se tornó en un retorcido concurso: “¿Dónde está la Llave?”. Sin llave, sin personal, sin respuesta al teléfono. Plan B: merodear fuera hasta que alguien entrara o, en el peor de los casos, dormir en el vestíbulo con los tiestos.

Desde Caen, un ferry me transportó a Portsmouth. Mi primera travesía marítima: completada sin caerme por la borda. Un taxi me condujo a Southampton, donde pasé una noche en vela, emocionado como si fuera mi primera vez en Disneylandia.

He aquí lo sorprendente: daba por sentado que los viajes transatlánticos eran solo para los acaudalados – aquellos con cuentas bancarias propias del Titanic. Gracias a mi brillante agente de viajes, Yolanda Benítez, conseguí una ganga. ¿Para qué pagar el precio íntegro si se puede reservar con antelación y conseguir un chollo?

A la mañana siguiente, me dirigí al muelle. Nervioso – como si acudiera a mi boda y fuera a conocer a mis suegros por primera vez. Musitando: “Tranquilo, no tropieces en la pasarela e intenta no parecer un turista”.

Allí aguardaba el legendario Queen Mary 2 – ¡qué belleza de navío! Muy superior a lo que imaginaba; estuve a punto de lagrimear. Fatídico como de costumbre, murmuré: Bueno, Señor, si he de morir practicando mi afición favorita, que sea en este majestuoso barco – con estilo.

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Así dio comienzo mi experimento: De Málaga a California – sin aviones.

Continuará…

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