En Manila, Judy Bertuso, de 63 años, se inclina dentro de una carpa naranja brillante montada en el suelo de una cancha de baloncesto en Quezon City. Con cuidado, le da de comer una cucharada de gachas a su esposo Apollo, de 65 años. Apollo está en una silla de ruedas mientras se recupera de un derrame cerebral, su cuerpo frágil se ve contra las paredes translúcidas de la carpa. Judy, vestida con una camiseta y pantalones cortos arrugados, sostiene un tazón bajo la cuchara mientras lo alimenta.
Se la ve cansada pero sin prisa, sus movimientos son deliberados y tiernos, de esos que vienen de una vida entera cuidando el uno del otro.
Habían abandonado su casa junto al arroyo un día antes, con miedo de que se inundara otra vez con la llegada del supertifón Fung-wong. Su casa se había inundado durante las fuertes lluvias de octubre. Y cuando las advertencias en la radio y la televisión urgían a los residentes a moverse a terreno más alto antes de la tormenta, ellos no esperaron.
Fung-wong, la tormenta más poderosa que ha amenazado a Filipinas este año, trajo vientos de hasta 185 kilómetros por hora y ráfagas que alcanzaron los 230 kph. Golpeó la costa noreste del país el domingo y forzó a más de un millón de personas, como los Bertuso, a huir de sus hogares.
Dentro de la cancha de baloncesto, docenas de familias ocupan filas de carpas coloridas. Afuera el viento aúlla. Adentro, el murmullo de conversaciones tranquilas viaja de carpa a carpa, interrumpido por los juegos y las charlas ruidosas de los niños.
En medio del ruido y la incertidumbre, Judy sostiene la cuchara otra vez, con la mano un poco temblorosa mientras alimenta a Apollo, como si dijera: La tormenta podrá enfurecerse fuera de estas paredes, pero aquí el cuidado perdura.
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