Un pensador hispano-estadounidense célebre por sus sentencias lapidarias

¿A quién deberíamos elegir como nuestros héroes? ¿A John Wayne? ¿A Cristiano Ronaldo? ¿A Nigel Farage? ¿Deberíamos siquiera tener héroes?

MICHAEL COY nos presenta a uno de sus favoritos, George Santayana, y celebra el 162 aniversario del nacimiento del gran hombre.

Es bastante seguro que hayas oído el dicho: “aquellos que no conocen la historia están condenados a repetir sus errores”. Lo que es igualmente probable es que no estés del todo seguro de quién lo pronunció.

Fue George Santayana, famoso en la primera mitad del siglo XX por sus agudezas.

A él se le atribuye también, por ejemplo: “las únicas personas que nunca sufrirán otra guerra son los pobres que murieron en la anterior”.

Definir a George Santayana no es tarea fácil. No era completamente español, pero tampoco enteramente estadounidense.

Escribió dos docenas de libros importantes de poesía y filosofía, pero no se le considera ni poeta ni filósofo al uso. Y no sabemos absolutamente nada de su vida amorosa.

Santayana nació en Madrid el 16 de diciembre de 1862. Su madre se había casado antes y le había prometido a su primer marido (fallecido joven) que, si llegaba a tener más hijos, se aseguraría de que se educaran en Estados Unidos.

Y cumplió su palabra.

Cuando George tenía ocho años, la familia se trasladó a Boston, Massachusetts.

Pronto quedó claro que el niño era superdotado, y se deslizó sin esfuerzo por la escuela, acabando primero de su clase en todas las asignaturas.

Fue admitido sin dificultad en la Universidad de Harvard, donde estudió filosofía y editó la revista literaria.

Aunque se sentía como en casa en América, George seguía attached a su España natal, y se aseguraba de pasar todas sus vacaciones en Madrid y Ávila. Harvard quedó tan impresionada con él que, nada más graduarse, le ofreció un puesto como profesor –la cúspide del logro estadounidense–, pero hasta el día de su muerte conservó su pasaporte español.

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Uno de los temas recurrentes en la escritura de Santayana es que una persona verdaderamente culta nunca debe dejar de aprender.

Aunque era profesor en una de las universidades más prestigiosas del mundo, se aseguró de tomarse tiempo libre para estudiar más a fondo, completando cursos tanto en Cambridge (Inglaterra) como en Berlín.

En el año 1912, Santayana renunció a su cátedra para trasladarse permanentemente a Roma.

Tenía 50 años, y aún le quedaban otros 40 por vivir. En el agradable entorno de la Ciudad Eterna, pasaba su tiempo escribiendo libros y ideando “bon mots” –sus característicos dichos ingeniosos.

La mayoría nos sentiríamos psicológicamente incómodos con la noción de no pertenecer a un país, profesión o grupo social definido. George convirtió eso en su superpoder.

Escribió varios libros de observaciones sobre la vida estadounidense. Estaba, después de todo, en la posición ideal: conocía Estados Unidos íntimamente, pero, siendo español, también podía comentar su cultura con la distancia justa.

Pero no debemos pensar en George como un aislado. Era muy querido por muchos de los grandes pensadores británicos y estadounidenses de su época –Bertrand Russell, Gertrude Stein, Ezra Pound y T.S. Eliot fueron todos amigos íntimos, por nombrar solo unos pocos.

Cuando conocidos desafiaron a Santayana a escribir una novela, no solo cumplió la tarea, sino que logró un triunfo. *The Last Puritan* se convirtió en un best-seller.

Fiel a su estilo, el final de la vida de George se vio envuelto en ambigüedad. Oficialmente era católico, pero en su testamento pidió expresamente no ser enterrado en tierra consagrada.

Era un pensador demasiado independiente como para que su cadáver fuera “reclamado” por un grupo de fe. Sin embargo, en la Roma de hace 70 años, había muy pocas opciones para ataúdes no católicos.

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La Embajada española se involucró y se alcanzó un compromiso. Fue inhumado en el cementerio privado de una orden religiosa.

Sin grandes aventuras, sin medallas, sin tumultuosos amoríos. Pero, ¿son esas las únicas cosas que denotan a un héroe?

Seguramente hay un lugar en nuestra “vitrina de trofeos” para una inteligencia aguda, observadora y discreta que percibe todas nuestras debilidades, pero que aun así nos sonríe con indulgencia.

Tal fue el genio de George Santayana.

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