Un hombre carente y solitario vagaba por la A4; luego comprendí la alegría de saber adónde se dirigía.

Las 6 de la mañana de un sábado poco prometedor, y me dirijo al oeste de Londres, al tramo donde la A4 discurre bajo la elevada M4; dos carreteras por el precio de una, ahogando el mismo corredor ventoso. Es una extensión sombría. Incluso al mediodía, el sol no molesta a este murciélago. Históricamente, increíblemente, a veces hay evidencias de asentamiento humano en el sincero y yermo terreno entre las calzadas, bajo el paso elevado. Los refugios amontonados de chatarra, ya se sabe el tipo de cosas.

Es el último lugar donde cualquiera debería estar, durmiendo, obviamente, y no hay espacio para un peatón, ni siquiera, a cualquier hora del día. Pero allí estaba, con el amanecer apenas despuntando, un tipo anacrónico con una bolsa de la compra. Un poco fatigado y encorvado hacia un lado, avanzaba con paso flemmático por el borde del pavimento. El tipo insignificante.

Me pregunté dónde había sido que todo se torció para él. En cuanto lo pasé, tuve que detenerme en un semáforo en rojo. Observándolo por el retrovisor, noté que, a pesar de su moverse flemático, había un propósito en su marcha. No tenía pinta de alguien que deambula sin rumbo. Fue cuando el semáforo cambió y me alejé que registré que llevaba una camiseta de fútbol roja y blanca. Ah, eso arrojó una luz mucho más clara sobre el asunto. Estábamos cerca del estadio del Brentford FC, a quienes, recordé, les tocaba jugar contra el Sunderland ese día. Y supe con un grado de certeza que aquel hombre se dirigía al estadio para tomar su asiento en uno de los autobuses del club de seguidores que lo llevarían hasta allí.

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Hay quien, sabiendo esto, podría sentir aún más lástima por él e incluso cuestionar su cordura. ¿Un viaje absurdo de 600 millas (965 km) para ver un partido de fútbol? Locura. Pero para mí, había pasado de parecer el hombre más solitario del mundo a alguien de quien sabía que, al menos hoy, sería cualquier cosa menos solitario. En un instante, había pasado de observarlo con lástima a sentirme bastante envidioso.

He pasado muchos sábados en viajes en autobús como ese, yendo a ver a mi equipo, el West Bromwich Albion. De crío, con mi viejo, fuera de mí de emoción, y muchas veces desde entonces. Hoy día sigo igual de emocionado, aunque con mayores expectativas de que ganemos. Pero la alegría reside menos en el partido en sí que en el compartir el deliro. Cada autobús llevará a seguidores de lo más variopinto, muchos de los cuales se conocerán entre sí.

Basándome en mi amplia experiencia, apostaría a que estos autobuses, sea cual sea el club al que lleven, presentan un elenco similar de personajes. Estarán los que no se han perdido un partido fuera de casa desde antes de que nacieran algunos de sus compañeros de viaje. Siempre habrá alguien convencido, sin importar el rival, de que su equipo ganará. Alguien más (yo) estará convencido, sin importar quién sea el contrario, de que la derrota es inexcusable. Algunos pasajeros no dejarán de musitar, otros puede que no empiezen. Alguno llevará pasteles caseros para repartir. Todos los fines de semana, es un gran consuelo para mí pensar en todas estas porciones de vida que viajan, que suben por el país.

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No fue hasta el sábado por la noche que comprobé cómo le Brentford había ido al Sunderland. A pesar de adelantarse en el marcador, gozando de una ventaja con 20 minutos por jugar, el Brentford admitió un rápido empate antes de que el Sunderland, horror de horrores, anotara nuevamente para ganar el partido justo al final. Uf. Créanme, es un largo camino de regreso desde Sunderland después de perder así, vengas de donde vengas. Ahora que lo pienso, es un largo camino desde cualquier sitio después de perder así.

Al acostarme hacia la medianoche, pensé en mi hombre arrastrándose a casa por ese mismo camino miserable a altas horas de la noche, su espalda más encorvada, su bolsa de la compra vacía, pero ya ansioso por la próxima vez.

Adrian Chiles es columnista del Guardian.