Como siempre, me siento eternamente (¿será un lapsus freudiano?) agradecido al sistema sanitario español y al Hospital Torry por mi tratamiento, ojalá continúe así, pero… bueno, ya me entienden.
Por John McGregor
Mack the Hack
No me asusta morir – lo que no quiero es estar presente cuando suceda. Solía pensar que era gracioso, pero últimamente no estoy tan seguro. Cerca de donde vivo hay una cuesta empinada a la que los locales llamamos ‘la Cuesta del Corazón’. También era una broma, pero ahora la evito… por si acaso.
Porque, increíblemente, he asistido a tres funerales recientemente en rápida sucesión. Esto me ha hecho sentirme de pronto muy mortal, pasando de creer que mi demise personal estaba a años luz a pensar «Vaya, él tenía mi edad» – o incluso menos en dos de los casos.
Me provoca reflexiones como «Ay, ese pinchazo en el pecho… ¿habré tomado hoy las pastillas?» (nótese el plural; es un milagro no sonar como un sonajero al caminar).
Como siempre, me siento eternamente (¿será un lapsus freudiano?) agradecido al sistema sanitario español y al Hospital Torry por mi tratamiento, ojalá continúe así, pero… bueno, ya me entienden.
Para mantener el tono alegre –o no– recientemente me uní sin demasiado convicción (otra pobre elección de palabras) a un grupo de cáncer de próstata que se reúne mensualmente para compartir experiencias.
Allí conocí a un grupo de hombres, la mayoría menores de mis setenta y seis años, todos en diversas fases del tratamiento de esta seria afección exclusivamente masculina.
Nos sentamos en un bar y compartimos impresiones sobre en qué etapa estábamos, qué opciones nos habían dado o estábamos a punto de tomar, ese tipo de cosas.
Se oyó más de un «ojalá no hubiera hecho eso», aunque en mi caso no pienso así. Una vez hecho, no hay vuelta atrás para mí.
En cualquier caso, son un grupo de tipos estupendos, así que quizá vuelva (ah, ya que estamos con la gramática y las palabras inapropiadas, ‘tipos’ es un oxímoron – es decir, lo contrario al significado real, pues no son precisamente jóvenes. Mi hermana me enseñó eso, sabionda).
¿Por dónde iba? Divagando de nuevo, como de costumbre. Ah, sí, los funerales. Como no había ido a un funeral en un par de años, había olvidado el sistema aquí.
Primero localizar el Tanatorio, no siempre sencillo, y luego, nada más llegar y aparcar, evaluar con cierto pánico –si cabe– si llevas el código de vestimenta correcto o te han dado un falso aviso, cosa que fastidia bastante.
Uno de los problemas que surgen en España es que, a diferencia del Reino Unido, aquí se despacha el asunto con celeridad; apenas dan unos días de aviso tras el fallecimiento, lo que convierte los vuelos desde el extranjero para amigos y familiares en algo de crucial importancia.
Cuando mi esposa y yo vinimos a vivir a España hace 27 años (no puede ser) nos invitaron a un velatorio donde una señora que ella apenas conocía nos pidió ayuda.
Su marido, a quien no conocíamos, había muerto y nos pidió que lleváramos a un par de señoras mayores a un bar de la costa donde vivimos.
Por supuesto que accedimos y llegamos al bar al anochecer de principios de verano, como se nos había indicado. El local estaba literalmente a pie de playa, con su puerta trasera abriéndose a la estrecha arena.
Cuando llegamos había unas veinte personas de aspecto afligido en el bar, a ninguna de las cuales conocíamos, excepto a la viuda que nos había invitado.
De repente, tres señoras, incluida la viuda, se levantaron y desaparecieron en el baño de señoras. Dos minutos después reaparecieron en bañador llevando una urna, unas flores y un radiocasete. Cabe añadir que ya había bañistas ‘normales’ en las aguas poco profundas.
Las tres mujeres vadearon el agua hasta la cintura y, de pronto, la canción ‘Imagine’ de John Lennon resonó sobre el mar. El contenido de la urna y las flores fueron depositados sobre la superficie y, cuando John terminó, nuestro trío de ojos húmedos regresó al bar y volvió a desaparecer en el baño. Entonces comenzó el convite con comentarios como «¿Conocías a ****? Un hombre tan encantador» – que no coincidía con lo que habíamos oído. Pero, en fin, siempre hay dos versiones, ¿no?
Una de las anécdotas más hilarantes, aunque de humor negro, sobre este tema ocurrió cuando la madre de mi exmujer falleció en el norte de Gales, donde había vivido toda su vida.
Era, cómo decirlo… una mujer un tanto difícil en sus tiempos, y cuando murió, la familia organizó un servicio religioso y un entierro en una parcela preciosa con vistas a una colina donde pastaban ovejas, un lugar perfectamente idílico.
A la mañana siguiente de su sepelio, abrieron el testamento que decía: «Deseo ser incinerada y que mis cenizas sean esparcidas sobre el mar en Rhyl», que era su destino favorito. Todo lo contrario a lo último… ¡genial!
Sigo postergando esas indicaciones sobre tu partida, generalmente escritas, sobre qué hacer en caso de fallecimiento. Ya sabes, cuando tu hijo y/o hija registra tus cosas por primera vez en la vida y se topa con una carta sellada a su nombre.
Creo que se supone que debes dejar mensajes sinceros sobre vuestra relación, y aquí soy muy afortunado por no tener esqueletos en el armario que confesar – así que debería ponerme con ello. Ah, y se supone que hay que dejar instrucciones claras por escrito, preferiblemente en un testamento (check, hecho eso, el testamento quiero decir) sobre qué hacer con tus pertenencias (no check, eso no lo he hecho aún, mejor que me ponga). Nunca se sabe lo que te espera a la vuelta de la esquina, o en lo alto de una cuesta, dijo con alegría.
En conclusión, sí, por desgracia no hay bodas de familiares o amigos en mi relato de hoy.
Mi sobrina y mi nieta son aptas para ello, pero de momento no hay señales, quizá sea mejor así.
Así que, por favor, cuídense todos por ahí, la buena gente es difícil de encontrar, como me decía mi difunta tía.
