La nación que domine primero la computación cuántica tendrá ventajas tecnológicas y económicas sin precedentes. Foto por Shutterstock.
El Reino Unido alberga una de las mayores concentraciones de intelectuales del mundo. Sus universidades de élite y capacidades de investigación atraen talento global: desde la excelencia académica centenaria de Oxford y Cambridge hasta la investigación vanguardista del Imperial College London, además de startups innovadoras como DeepMind (ahora propiedad de Google), la tecnología de conducción autónoma de Wayve y la generación de videos con IA de Synthesia.
Pero parece estar quedándose atrás en la carrera de la IA y la computación cuántica.
Esto plantea la pregunta: ¿por qué le cuesta tanto al Reino Unido mantener su ventaja tecnológica y qué está haciendo para avanzar? ¿Ya es demasiado tarde? ¿Le falta infraestructura o energía para impulsarse?
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La próxima frontera de la computación
Para entender lo que está en juego, piensa en la computación cuántica, una tecnología revolucionaria que procesa información de tal manera que hace parecer a las computadoras más potentes de hoy como calculadoras de bolsillo. Mientras las computadoras clásicas usan bits que son 0 o 1, las cuánticas usan “qubits” que pueden ser ambos simultáneamente, resolviendo ciertos problemas exponencialmente más rápido.
No es solo teoría académica. Las computadoras cuánticas podrían descrifrar sistemas de encriptación actuales de la noche a la mañana, revolucionar el descubrimiento de fármacos simulando interacciones moleculares, optimizar cadenas de suministro globales en tiempo real y acelerar modelos climáticos para ayudar a resolver la crisis medioambiental.
Dos cambios de rumbo
El reciente vaivén del gobierno británico revela la confusión en su política tecnológica. En julio del 2024, el recién electo gobierno laborista canceló 800 millones de libras en fondos para una supercomputadora exaescala en la Universidad de Edimburgo.
Pero en junio del 2025, la ministra Rachel Reeves dio un giro radical, restaurando 750 millones para el proyecto. El momento no fue casual: días después, el primer ministro Keir Starmer compartió escenario con el CEO de Nvidia, Jensen Huang, durante la London Tech Week.
El mensaje de Huang fue claro: “El Reino Unido tiene una de las comunidades de IA más ricas del planeta… Solo le falta una cosa. Es el mayor ecosistema de IA del mundo sin su propia infraestructura.”
La gran fuga de cerebros británicos
Mientras el gobierno debatía el financiamiento, surgía una tendencia más preocupante. Oxford Ionics, una startup de hardware cuántico surgida de la Universidad de Oxford, aceptó ser adquirida por IonQ, con sede en Maryland, por 1.100 millones de dólares.
Esta venta revivió recuerdos incómodos de la compra de DeepMind por Google en 2014, reflejando un problema persistente: el Reino Unido incuba empresas tecnológicas de clase mundial, pero no logra escalarlas localmente. Críticos argumentan que se ha convertido en un “vivero” tecnológico, nutriendo startups brillantes que luego emigran en busca de capital e infraestructura.
“Cuando el talento, el capital y el ímpetu se van, rara vez regresan”, advierte Ashley Montanaro, cofundador de la empresa de software cuántico Phasecraft, señalando retrasos en la implementación de la Estrategia Nacional de Cuántica anunciada hace dos años.
La ecuación energética
Detrás de estos problemas hay un desafío más fundamental: la energía. Goldman Sachs estima que la demanda energética de los centros de datos crecerá un 160% para 2030, consumiendo potencialmente 287 TWh anuales en Europa, equivalente al consumo eléctrico total de un país europeo mediano.
Esto crea una tormenta perfecta para el Reino Unido. Los altos costos energéticos, las limitaciones de la red y los enormes requisitos de energía de la IA y la computación cuántica lo vuelven menos atractivo para operaciones tecnológicas intensivas. Los países con energía fiable y asequible llevan la ventaja.
Contra reloj
Las cifras son claras: EE.UU. opera dos supercomputadoras exaescala, China tiene dos, y tanto Japón como Francia construyen las suyas. Mientras tanto, el financiamiento cuántico federal estadounidense se duplica, mientras que el Reino Unido no ofrecerá fondos nuevos hasta otoño del 2025 como muy pronto.
La brecha de financiamiento va más allá de la inversión gubernamental. Las startups tecnológicas británicas recaudan significativamente menos capital de riesgo que sus contrapartes estadounidenses y chinas, con inversionistas locales más reacios al riesgo y enfocados en rentabilidad a corto plazo.
El costo humano
La IA eliminará muchos empleos, pero no los esperados. Los profesionales enfrentan mayor riesgo que los trabajadores manuales, ya que la IA sobresale en reconocimiento de patrones y tareas cognitivas rutinarias. La investigación legal, el análisis financiero y diagnósticos básicos podrían automatizarse en pocos años.
Pero surgen nuevas categorías laborales: entrenadores de IA, ingenieros de prompts, gestores de colaboración humano-IA. El desafío está en la velocidad de transición y el desajuste de habilidades.
Geoffrey Hinton, el “padrino de la IA”, bromeó recientemente que la fontanería podría ser la carrera más a prueba del futuro. La IA puede diagnosticar problemas, pero no meterse debajo de fregaderos ni manejar desafíos físicos impredecibles.
La ironía es profunda: los profesionales universitarios pueden enfrentar más disrupción que los oficios especializados. Un abogado revisando contratos está más amenazado que un electricista cableando una casa victoriana.
Una cuestión de prioridades
El dilema cuántico del Reino Unido refleja preguntas más amplias sobre sus ambiciones tecnológicas. Tiene universidades de élite, investigadores brillantes y startups innovadoras. Pero parece faltar inversión en infraestructura, capital paciente y consistencia política para convertir excelencia intelectual en liderazgo tecnológico sostenido.
Mientras otras naciones invierten miles de millones en investigación cuántica, infraestructura de IA y sistemas energéticos, el Reino Unido enfrenta una elección crítica: invertir en las tecnologías que definirán el próximo siglo o arriesgarse a quedarse atrás en la historia de la revolución digital.
La pregunta no es si puede permitirse invertir en su futuro tecnológico, sino si puede permitirse no hacerlo.
