Santiago de Compostela. Crédito: Pedro Magrod / Shutterstock
Santiago de Compostela, enclavada donde los ríos Sar y Sarela se dan la mano en el noroeste de España, ha hechizado a devotos y curiosos desde el año 813. Fue entonces cuando una tumba cerca de Padrón fue “revelada divinamente” para contener los restos del apóstol Santiago. Martirizado en Jerusalén hacia el 44 d.C., sus huesos fueron trasladados a España, donde, según la leyenda, había evangelizado con anterioridad.
Con la España cristiana sintiéndose algo acosada por sus vecinos andalusíes, las reliquias desataron un entusiasmo nacional. El rey Alfonso II construyó una iglesia modesta en el lugar. Alfonso III (¡no perdamos el hilo!) pensó a lo grande. Los peregrinos acudieron en masa, y Santiago pronto se unió a Jerusalén y Roma como uno de los tres grandes centros de peregrinación de la cristiandad.
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Las fuerzas del caudillo Almanzor arrasaron la ciudad en el 997, exceptuando, milagrosamente, la tumba. La catedral actual se alzó en 1078 bajo el reinado de Alfonso VI. Su majestuoso cuerpo románico y su “rostro” barroco (añadido entre 1738 y 1750) están coronados por el Pórtico de la Gloria del Maestro Mateo: un dramático Juicio Final en piedra.
Cerca, el Hospital Real (hoy un hotel de lujo) acogió antaño a peregrinos exhaustos. La ciudad presume de colegios del siglo XVI, un monasterio del siglo X (¡aún en activo!), empedradas *rúas* y museos que abarcan desde la etnografía gallega hasta el arte moderno más vanguardista.
Santiago es espiritual, histórica y, en lo que al Camino respecta, totalmente transitable. Así que, cálzate tus zapatos de caminar y explora. Solo sigue las conchas de vieira —y cuida tus rodillas—.
El pasado de Santiago de Compostela es tan rico como sus tesoros: una visita obligada.
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