Al final del año pasado, durante su exitoso concierto en el O2, Charli XCX invitó a Robyn al escenario. Podría parecer una aparición más en la gira de “Brat”, donde muchos colaboradores como Lorde, Billie Eilish y otros han salido a cantar en vivo. Sin embargo, Robyn no solo cantó su parte en el remix de “360”, sino que tomó el centro del escenario para interpretar su clásico de 2010, “Dancing on My Own”. Aunque la canción es antigua, no sonó para nada fuera de lugar en un concientro basado en uno de los álbumes más influyentes del 2024. Que Charli le cediera el protagonismo así demuestra la gran influencia que Robyn tiene en el pop actual.
Se entiende por qué la cantautora sueca tiene tanto peso entre las estrellas pop de hoy. Cuando empezó su álbum con una canción titulada “Don’t Fucking Tell Me What to Do”, no estaba bromeando: tras iniciar su carrera como estrella teen en los 90 producida por Max Martin, rechazó las reglas impuestas a las mujeres en el pop. Dejó no uno, sino dos contratos con grandes discográficas por falta de control artistico, buscando en cambio un camino más personal, complejo y caótico. Nunca vio el éxito mainstream como algo incompatible con hacer música profunda o que tratara temas polémicos. A pesar del éxito mundial de su primer disco, su segundo álbum, “My Truth”, no se lanzó fuera de Suecia porque su discográfica se negó a incluir “Giving You Back”, una canción sobre un aborto que tuvo en 1998. Robyn se negó a quitarla.
Al ganar su independencia, colaboró tanto con fábricas de pop suecas como con artistas electrónicos experimentales, como The Knife y Röyksopp, en una época donde mezclar el pop comercial con la vanguardia no era común. Con 46 años y un primer single en 1995, tiene más en común con artistas pop la mitad de jóvenes que con sus contemporáneos.
Uno diría que su primer lanzamiento en solitario en siete años llega en un momento oportuno, si no fuera porque Robyn nunca parece hacer las cosas de manera convencional. De cualquier forma, “Dopamine” es un regreso impresionante. Su sonido es jubiloso y orientado a la pista de baile: un ritmo de house de cuatro por cuatro, acentuado por una muestra vocal rítmica, sintetizadores al estilo de Giorgio Moroder, voces robóticas como Daft Punk y arpegios electrónicos que crean euforia, con un coro muy pegadizo. Es notablemente más colorido que su último álbum reflexivo, “Honey” de 2018, pero bajo su brillante exterior se esconde algo más complejo.
Es una canción que aparentemente trata sobre la emoción inicial de enamorarse, pero modera su entusiasmo con un toque extraño de desesperación (“solo necesito saber que no estoy sola”) y otro de fatalismo (“va a ser lo que sea y está bien”). También hay una tensión curiosa entre intentar explicar la atracción como algo científico—un exceso de la química del título—y algo más espiritual e intangible: “Algo se está abriendo deep dentro de mí / Y por fin puedo sentirlo”. La letra nunca se define del todo: se puede leer como la emoción triunfando sobre la racionalidad, o igualmente como un cliché pop temperado con un realismo crudo. Es complicado y desordenado, pero también es un tema pop increíble. Lo que, por supuesto, lo hace muy actual, pero también lo hace muy Robyn.
