Avery es una estudiante de posgrado que no escribe y es adicta a los medicamentos, mientras vive a la sombra de su mejor amiga, Frances. La película de Frances sobre la psicología de los pueblos pequeños es mucho más reveladora que los informes que Avery escribe para una aplicación de citas de derechas. Cuando Frances le envía el corte final de su película, Flat Earth, Avery se agobia. “Mis únicos logros eran una tarjeta de crédito al límite que usaba para comprar estimulantes y las iniciales de un hombre que odiaba grabadas en mi pecho,” piensa ella.
¿Suena familiar? Hay dos géneros de ficción literaria que me molestan: la novela de MFA, una obra tierna sobre familia y conversaciones tranquilas que parece rehecha para llamar la atención de Oprah o Reese Witherspoon para una adaptación al cine; y la novela neoyorquina, algo frío y desnudo con prosa escueta sobre el descontento de un narrador con la vida. El debut de Anika Jade Levy cae en este campo, con Avery deambulando por exposiciones de arte, siguiendo a Frances, saliendo con hombres mayores y sintiéndose mal por ello. “Empecé a tomar pseudoefedrina y a intentar escribir unas pocas palabras cada día,” empieza un párrafo. “Quería ropa nueva, pero mis tarjetas de crédito estaban al limite. Extrañaba a Frances, pero solo la llamaba para quejarme. Intenté ojear el periódico, preocuparme por los eventos mundiales, pero había olvidado como leer sin estimulantes.” Después de un tiempo, esto puede llegar a ser un poco anestesiante.
El estilo de Levy es contundente pero desnudo — “Cuando lograba escribir, no había trama, solo prosa,” escribe Avery. “Me decía que esto era porque era socialista o algo así, no me interesaba el potencial comercial de los libros.” Más tarde menciona no ser una de esas escritoras que insisten en “colonizar la página en blanco.” La prosa se parece a la corriente de conciencia droguil que usó Ottessa Moshfegh para su modelo de chica triste, My Year of Rest and Relaxation, mezclado con los libros llenos de ocurrencias de Jenny Offill y Patricia Lockwood, dos escritoras que (con resultados diversos) intentan capturar el proceso descarado de disolución del ego que es vivir la vida a través del teléfono. Pero a veces Avery confunde lo ‘tuiteable’ con la astucia, y resulta en algunas líneas sosas: “Imaginaba todos los rascacielos penetrándome,” piensa, o “Me sentía confundida porque realmente no sabía la diferencia entre el amor y el dinero,” lo cual parece una parodia de una canción de Lana Del Rey. Cuando está en una fiesta y sugiere que “debería haberse especializado en chupar pollas y llevar Narcan,” su interlocutor cambia de tema.
Dicho esto, Levy acierta agudamente en algunas pequeñas dosis de la vida estadounidense contemporánea — sea en el mundo literario o no — que parecen indicativas del tipo de mundo que intenta evocar, uno de obliteración en un futuro cercano a causa de teorías conspirativas propagadas por videos cortos y una locura general. Estados Unidos es ahora la tierra de enseñar a las madres a comprar seguidores en Instagram, bikinis con la bandera confederada, rifles de asalto impresos en 3D, mujeres que usan el entretenimiento de los aviones para ver aviones explotando, o un “globo terráqueo culturalmente sensible” en el escritorio de un profesor de derecho que “prestaba especial atención a los territorios históricamente disputados.” “Oí que ese libro tiene una buena violación,” dice alguien llamado Forrest. Estas imágenes son impactantes, punzantes y a menudo muy graciosas.
Los mejores momentos llegan cuando Avery está en su punto más bajo; de rodillas, figurativa o literalmente. Intenta torpemente mostrar su tatuaje de Roberto Bolaño a un hombre que nombró al autor como una de sus influencias en una entrevista para Artforum (ella misma nunca lo había leído). Y durante una clase de escritura, entrega un cuento sobre un lápiz labial mágico de larga duración que aguanta después de cincuenta mamadas. “¿Puedo darte un consejo?” le dice el profesor. “Creo que no deberías escribir sobre tu propia vida.”
Al principio de la novela, cuando Avery viaja por el medio oeste con Frances para grabar material para su documental, las viñetas fluyen libremente, capturando algo vago y esencial. “Siento que realmente estoy aprendiendo algo sobre Estados Unidos,” escribe Alexandra Tanner en Jewish Currents sobre su espiral internet de mamás blogueras inducida por el Covid, una línea que uso frecuentemente y en la que pensé mientras Levy retrata personas al límite cuyas vidas han sido sacudidas por la política y/o el internet. Avery y Frances deambulan por “pueblos postindustriales devastados por QAnon, los opioides sintéticos y fábricas cerradas,” hablando con eugenistas o radicales, aprendiendo los ritmos de cada una, como qué libros dejan en las mesillas del hotel y no leen, e “intentando hacer algo realmente estadounidense,” lo cual refleja un poco la línea de Tanner. Funciona — estas escenas son vívidas y exuberantes, incluso si describen relativa depravación. Pero de vuelta en la ciudad, la cosmovisión parece desinflarse. Si esto es una estrategia — reflejar el propio resentimiento de Avery con su vida — no es particularmente emocionante de leer, aunque sea inteligente. El viaje se disipa en Nueva York, y te quedas con ganas de volver.
Tal vez estamos simplemente inundados de novelas sobre la vida en Nueva York que una nueva, al principio, no parece presentar nada nuevo que decir sobre la zona o la cultura. Hay escultores pretenciosos y malos amigos y sexo incómodo, esto ya lo sabemos. Flat Earth, el documental de Frances, es algo especial; sentimos la envidia de Avery mientras va de evento en evento, intentando recrear la magia de descubrir algo nuevo. “Quería que me pasara algo,” escribe Levy en un momento. “Lo esencial era salir de Nueva York.” Parece un buen lugar para empezar.
Flat Earth ya está a la venta.
