Reseña del libro: Liz Pelly y ‘La máquina del ánimo: El auge de Spotify y el costo de la playlist perfecta’

Imagínate que una banda, como “Fatty Smith”, lanza un álbum por su cuenta en Spotify y consigue 100.000 streams en un mes. La banda tiene cuatro miembros: un vocalista, un baterista, un bajista y un guitarrista. Cada uno recibe una parte de los 350 dólares que gana el grupo, osea como 87,50 dólares por persona, una sola vez. Luego está PJ Starving, una cantautora muy conocida en su escena local. Ella incluso fue la actración principal en un festival importante, pero ninguno de sus temas superó las 1.000 reproducciones el mes pasado. Para Spotify, ella es solo una “hobbyista” y no le paga nada. Esta es la realidad complicada, llena de números y bastante triste para los artistas que suben su música a Spotify.

El libro de Liz Pelly, Mood Machine: The Rise of Spotify and the Costs of the Perfect Playlist (que sale en papel este noviembre), cuenta la historia turbia de esta empresa. Resulta que sus orígenes tienen poco que ver con la música. Todo empieza con la historia de la piratería en Suecia, que era tan fuerte que las discográficas consideraban el país un “mercado perdido”. The Pirate Bay, una plataforma sueca de intercambio de archivos, funcionó hasta el 2008, cuando la policía allanó sus servidores y encarceló a sus fundadores, presionada por los grandes sellos estadounidenses. Mientras eso pasaba, Spotify recogió lo que quedaba y lanzó un producto beta usando música que, precisamente, tomaron de The Pirate Bay.

La idea de que Spotify nació para “salvar la música” es una farsa, como explica Pelly. Sus fundadores, Daniel Ek y Martial Lorentzon, venían del mundo de la publicidad digital. Vieron en la música la fuente de tráfico más fácil (comparado con el video, que ocupa mucho almacenamiento) para vender anuncios. Nunca tuvieron la intención de pagar justamente a los artistas, a pesares de su lema de “darle a un millón de artistas la oportunidad de vivir de su arte”.

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Antes de obtener ganancias, para convencer a los grandes sellos, Spotify les ofreció beneficios y anticipos sin obligación de compartirlos con sus artistas. Usando las mismas estrategias que las discográficas, Spotify oscurece a propósito el sistema de pagos. Para empezar, la famosa cifra de 0,0035 dólares por stream es solo simbólica. En realidad, paga un porcentaje relativo de toda la recaudación, lo que obliga a artistas independientes a competir con Taylor Swift. Mi primer párrafo suena a problema de matemáticas de colegio porque es muy complicado explicar cómo funcionan los pagos, pero hasta un niño ve que no es justo.

Volvamos a nuestros artistas hipotéticos. Para ganar un salario mínimo (15 dólares la hora), cada uno necesitaría unos 800.000 streams mensuales. El 80% de los artistas en Spotify tienen menos de 50 oyentes al mes. Usando Spotify4Artists, una “herramienta de optimización” que presenta la música como datos y metadatos, nuestros artistas hicieron cálculos. Se dieron cuenta de que para ganar algo de dinero y conseguir más streams, deberían lanzar música individualmente. También descubrieron que sus canciones más populares tenían menos letra y muchos instrumentales. Osea, música que pasa desapercibida de fondo.

El “streambait” (contenido creado solo para generar interacción), como en TikTok o Instagram Reels, se convirtió en el ecosistema ideal. Artistas como Khalid o Billie Eilish, con una música de vibes monocordes, son los que mejor funcionan para la plataforma. Sus sonidos inofensivos –esa escucha fácil– triunfan en playlists con la profundidad emocional de una lata de comida para gatos. Playlists como “Chill” o “Night Drive” capitalizan una vibra para acompañar al oyente en su viaje de protagonista, no para crear una experiencia musical como escuchar un disco.

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Para maximizar el tiempo en la app (y la rentabilidad), en 2016 la empresa contrató editores para crear mixes basados en una “vibra”. Estos oyentes “pasivos” –abrumados por tantas opciones o que ponen música de fondo– son su público objetivo. El resultado es una app muy curada que aísla los gustos musicales basándose en una tecnocracia guiada por datos. Nada en las recomendaciones del algoritmo de Spotify es genuino. Hasta la playlist “Modo Descubrimiento”, donde a la gente le encanta encontrar su nuevo artista favorito, es un esquema tipo payola donde los sellos intercambian regalías por inclusiones.

El término “Artista Fantasma” surgió en el 2016 con el programa PFC (Perfect Fit Content) de Spotify. Spotify contrata sellos falsos que pagan a músicos de sesión para producir temas “chill” que obtienen buenas posiciones en las playlists. Yo mismo busqué una de estas listas y encontré a un artista llamado “softclouds” (las minúsculas buscan dar una falsa sentimentalidad indie) – un artista que no existe y que decía ser “de los rincones oscuros de Suecia”, una biografía falsa bastante rara para una vibe de relajación. softclouds publica ruidos con algún trino de piano o un golpe de batería; tiene 500.000 oyentes mensuales y no aparece en Google. Es fácil imaginar este programa convirtiéndose en una musiquilla sin sentido creada por IA.

Pelly deja claro, en sus capítulos explicativos con entrevistas a músicos, ex-empleados y sellos, que Spotify homogeniza la música. Su énfasis en recomendaciones basadas en datos empuja a los artistas hacia lo mundano y ofrece opacidad en lugar de escenas vibrantes. Por ejemplo, “Indie” ya no significa un artista en un sello independiente, sino un sonido comercial. A este paso, los oyentes olvidarán asociar la música con un artista humano.

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Las prácticas explotadoras de Spotify llevaron a nuestra amiga PJ Starving a dejar la música. Ahora tiene un trabajo corporativo para sobrevivir. Sin embargo, Pelly cree que hay alternativas frente al dominio de Spotify y su esquema de piratería y payola. Todos los miembros de Fatty Smith quitaron su discografía de Spotify y abrieron una sala de conciertos y centro comunitario para todas las edades.

Sí es posible escuchar música sin Spotify o servicios de streaming. (Pelly nota que YouTube Music paga aún menos). Ella mira hacia las bibliotecas públicas con bases de datos musicales, como los archivos de streaming en Seattle, Iowa City, Austin y otros. Yo mismo llevo más de un año sin streaming. Con unos altavoces que encontré en la calle y un receptor, un tocadiscos y una pletina que arregló mi tienda de discos local, puedo evitar toda la empresa del streaming. Aunque Pelly no recomienda esta solución individual. En su lugar, propone acción colectiva para presionar al gobierno a pagar justamente a los artistas. Concluye con un mensaje de esperanza, llamando a artistas, amantes de la música y sellos independientes a organizarse.