Si los juicios de Núremberg eran un teatro político, el escritor y director James Vanderbilt se sumerge en su espectáculo. Su nueva película, Nuremberg, sobre el montaje creado para acusar a los criminales de guerra nazis ante el mundo, se presenta como un entretenimiento clásico. Hay estrellas de cine (sobre todo Rami Malek y Russell Crowe) con el pelo engominado, intercambiando frases ingeniosas y monólogos prepotentes en habitaciones llenas de humo, mientras que la gravedad del momento se mantiene a distancia. Todo el lenguaje burocrático y legal sobre ajustar un proceso sin precedentes, donde un país procesa al alto mando de otro, se digiere fácil al más puro estilo Aaron Sorkin. Es fascinante cuando su urgencia es defendida por un actor tan bueno como Michael Shannon. Todo es tan entretenido, hasta ser un defecto, especialmente cuando trata con lo imperdonable.
Hay cierta lógica en el enfoque del director. Vanderbilt (que escribió el guion de Zodiac de David Fincher, una obra maestra sobre la búsqueda imposible de la verdad) ha hecho una película sobre dos figuras tan narcisistas y oportunistas, y tan metidas en el espectáculo, que dejan muy poco espacio para que la gravedad del momento calé de verdad.
Malek interpreta a Douglas M. Kelley, el psiquiatra encargado de vigilar la salud mental de los prisioneros acusados, solo para asegurarse de que no se suiciden antes del juicio. Lo conocemos coqueteando con seguridad con una mujer en un tren, haciendo trucos de cartas para alardear de su habilidad para leer y manipular a sus oponentes.
Crowe, a menudo filmado para llenar el encuadre, interpreta a Hermann Göring, el comandante en jefe de la Luftwaffe considerado el segundo hombre más poderoso de Alemania. Es presentado en una apertura que pasa rápidamente de inteligente a frívola, donde texto en pantalla anuncia que Adolf Hitler está muerto y 70 millones han perecido en la guerra. En una sola toma, vemos a migrantes caminando por un páramo austriaco (¿el camino hacia dónde?) y un soldado orinando sobre la esvástica pintada en un vehículo nazi bombardeado.
Entra el Göring de Crowe, llevado en una limusina, rindiéndose a las fuerzas aliadas ordenando que cojan su equipaje. Crowe es uno de los pocos en pantalla que puede manejar el alivio cómico sin restarle peso a su personaje; cualquier humor o ocurrencia que Göring suelta está cargada de una malevolencia calculada.
Gran parte de Nuremberg se sostiene en las escenas entre Kelley y Göring durante sus sesiones de terapia casuales, donde ambos parecen conectar por su afinidad compartida por el juego mental, mientras persiguen su propio camino a la infamia. Göring se prepara para un juicio donde puede reforzar los ideales nazis que aún defiende, y morir como un mártir si es necesario, sin asumir responsabilidad por el Holocausto. Kelley no puede esperar a escribir un libro sobre qué pasa en las mentes de los nazis.
Alerta de spoiler: el fruto del trabajo de Kelley se llama 22 Celdas en Núremberg. En su reseña de los análisis del libro de 1947 –sobre cómo la psicología nazi no solo podía influir en el extranjero sino que en parte fue fomentada por occidente– Fredric Wertham escribe “hay poco en América hoy que podría prevenir el establecimiento de un estado similar al nazi”. La Nuremberg de Vanderbilt recalca ese argumento, y su relevancia hoy, con el Göring de Crowe repitiendo un eslogan familiar cuando dice que Hitler “nos hizo sentir alemanes otra vez”.
El punto que Vanderbilt quizás roza sin querer, es lo vacío que puede sentirse el espectáculo de Núremberg; no solo en su película, sino desde que procesar crímenes de guerra y establecer leyes internacionales no ha hecho nada para prevenir las atrocidades en Gaza. Ese tipo de realidad nunca atraviesa las pulidas superficies en la Nuremberg de Vanderbilt, que demasiado a menudo se deja seducir por el espectáculo del que debería ser más crítico.
La película reduce las ideas psiquiátricas de Kelley a frases sonantes, logra reducir los procedimientos de los juicios de Núremberg a los tópicos y clichés familiares de las películas clásicas de tribunales, e incluso permite que la actuación de Crowe pierda sus matices por una villanía exagerada, todo por el bien de un entretenimiento confiable.
Un punto clave en Nuremberg llega durante el juicio, cuando los fiscales muestran imágenes impactantes y horribles de cuerpos famélicos, mutilados y en descomposición en los campos de concentración. Vanderbilt opta por mostrar las imágenes reales. Pero en lugar de introducir la gravedad que esta película mantuvo a distancia por tanto tiempo, el material auténtico solo resalta lo artificial que es todo lo que lo rodea.
