Reseña de ‘Esperando a Godot’: El inesperado reencuentro de Keanu Reeves y Alex Winter en Broadway

Como dicen, Esperando a Godot es una obra donde no pasa nada, dos veces. Dos hombres, viejos conocidos, pasan un día esperando a alguien llamado Godot – ¿un hombre? ¿Dios? ¿El perdón? ¿La nada? – quien nunca llega. En su lugar, se encuentran con un hombre extraño y mandón y con su compañero esclavizado, luego un niño que les asegura: mañana, Godot vendrá. Y al día siguiente pasa lo mismo, casi.

La obra maestra modernista de Samuel Beckett, una de las piezas más influyentes y representadas en inglés, desorienta al público al reducir el teatro a lo esencial: la actuación y la interpretación, que incluso los expertos más veteranos siguen debatiendo. Los diálogos sin sentido, los temas existencialistas y la falta de un significado claro de la obra han absorbido las realidades absurdas de lugares afectados por una espera larga y costosa – como Sarajevo en guerra, Nueva Orleans después del huracán Katrina, o las prisiones de EE.UU. – así como en Broadway, sujeto a demandas cada vez más ridículas de fama, dinero y expectativas para sobrevivir.

La última producción con estrellas en un año notablemente estelar en Broadway junta a Keanu Reeves y Alex Winter – también conocidos como Bill & Ted, el excelente dúo de perdedores del cine – con Jamie Lloyd, un director poco común que ha logrado que el público general conozca su nombre por sus versiones austeras de los clásicos. Entre ellas: Romeo y Julieta en monocromo y deconstruido, La Gaviota frente a una pared de astillas de madera, Casa de Muñecas sin casa, Sunset Boulevard analizada con una cámara en escala de grises y, más recientemente, una aclamada versión de Evita que convirtió la escena del balcón en un concierto gratuito al aire libre. Esperando a Godot, ya de por sí un texto minimalista, presenta un desafío especialmente provocativo para Lloyd, que suele eliminar de sus obras las referencias históricas, la escenografía, el color y los accesorios para favorecer actuaciones impactantes y la imaginación.

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No hay que esperar mucho para ver la idea de Lloyd para esta obra notoriamente impenetrable; el telón se alza en el Hudson Theatre para revelar a los dos hombres vestidos con harapos – Reeves como Estragón (“Gogo”) y Winter como Vladimir (“Didi”) – sentados en el borde de lo que parece un impecable tubo de mármol, un embudo brillante que atrae la atención hacia el abismo del backstage. (Diseño escenográfico y de vestuario por Soutra Gilmour.) Lo que parece ser la tubería de drenaje más pristina del mundo, que contiene toda la espera de Godot, me hipnotizó y repelió alternativamente durante las dos horas de la función; mirarla fijamente podría marear a uno o, en momentos con los intensos LEDs de Jon Clark, quemarte la vista – quizás sea la intención, aunque no siempre sea agradable. Quedar paralizado por una sola forma o una ilusión óptica – ¿quién puede decirlo? – y ser bombardeado por un sin sentido muy estilizado sí se siente absurdo.

La visión de Lloyd sobre Beckett es especialmente desorientadora y purgatorial – en un momento, Gogo y Didi se acercan a una luz cegadora al final del túnel, sólo para volverse atrás. Pero es más extraña de manera fría que espiritualmente inquietante, parece esforzarse por provocar sin necesidad. La aparición del misterioso Pozzo (Brandon J Dirden) y el esclavizado Lucky (Michael Patrick Thornton) meten un palo en la rueda del día del dúo y en el pulgado limbo del espectáculo. Dirden, que es negro, interpreta a Pozzo con mucho de Calvin Candie, el inolvidable dueño de plantación sádico y extravagante de Leonardo DiCaprio en Django Unchained. Thornton, que es blanco y usa una silla de ruedas, aparece sin la cuerda habitual de Lucky o el látigo de Pozzo – la producción prescinde de casi todos los accesorios – pero atado con una máscara de goma. La inversión racial de la historia de la esclavitud en EE.UU. que se evoca sugiere lo arbitrario de la crueldad humana. Pero aunque Thornton convierte el famoso e impenetrable monólogo de Lucky – una divagación erudita sobre la orden de “¡pensar!” – en un hechizante torbellino, hay un calidad espeluznante y exagerada en sus intrusiones que lleva al espectáculo a una incómoda sobrecarga sensorial.

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Por suerte, están Bill & Ted para salvar el día. La reunión de Winter y Reeves proporciona un brillante y agradable barniz de nostalgia sobre los acontecimientos, su química cómica sigue siendo inigualable e irreproducibe. Los dos viejos amigos le dan a líneas como “juntos otra vez, por fin…” una sacudida de alegría, con un par de guiños extra-textuales además. (Dentro del vacío con eco diseñado por Ben y Max Ringham, casi se puede oír un leve “tío…”). Son Bill & Ted vueltos filosóficos, Winter es el gruñón y cerebral aguafiestas y Reeves el seguidor tieso; verlos juntos, disfrutando de las oportunidades de comedia física de la obra, moviéndose alrededor del tubo con choques de pecho ocasionales, puede hacer que uno crea en algo.

Eso, o cuando Winter, el más expresivo de los dos actores, pronuncia el monólogo final de la obra, un tratado sobre el sentido y el sin sentido de la vida cuyas palabras te bañan pero cuyo significado se queda. Con el rostro iluminado por una falsa luz de luna, los rasgos crispados por la consternación, enmarcado por el tubo que lleva a quién sabe dónde, Winter parece estar vislumbrando el vacío en este mundo absurdo. Yo también lo vislumbré, al menos por un minuto – y luego se vuelve a esa nada disfrutable, frustrante y desconcertante.