Mis amigos hicieron planes sin mí, ¿sería correcto invitarme yo mismo?(Diseño visual mejorado con formato claro y legible)

Estoy en el pub con una amiga, tomándonos algo para ponernos al día, cuando entra otra conocida suya, llamémosla Clara.

Clara menciona la fiesta que organiza el próximo finde. Nuestro círculo en general está contando los días, pero para mí es noticia nueva.

Pongo cara de interés educado, asumiendo que cambiarán de tema pronto. Pero siguen hablando: los preparativos, las bebidas que ha conseguido, el DJ…

No espere una invitación -apenas la conozco-, pero su conversación cerrada empieza a sentirse incómoda, más en este pueblo pequeño donde todos nos conocemos. No evito sentirme excluído.

Al final cambian de tema, pero la interacción me deja intranquilo e inseguro, como si me hubieran devuelto a la adolescencia.

¿Realmente me excluían deliberadamente o debería insinuar que me interesa ir?

Un nuevo estudio revela la psicología detrás de “colarse” en planes ajenos. Tras ocho experimentos con situaciones hipotéticas y experiencias reales, los psicólogos concluyeron que el miedo a autoinvitarse surge de malentendidos sobre cómo piensan los organizadores.

Descubrieron que, al enterarnos de planes ajenos, sobrestimamos la probabilidad de que nos hayan dejado fuera a propósito, cuando en realidad probablemente ni lo pensaron.

Incluso exageramos cuán molestos se pondrían si pidieramos unirnos. La mayoría de organizadores preferirían que lo hicieramos -a menudo simplemente se les olvidó incluirnos.


“Cuando creemos que nos excluyen deliberadamente, usualmente proyectamos nuestras propias inseguridades”, explica Daniel M. Grossman, coautor del estudio. “No somos buenos leyendo mentes ajenas -ni siquiera las nuestras”.

Por ejemplo, asumimos que nos descartaron activamente, cuando lo más probable es que los organizadores estuvieran ocupados coordinando horarios o reservando entradas.

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“Sobrestimamos cuánto piensan los demás en nosotros -no solo con invitaciones, sino hasta con nuestra ropa o comportamientos”, añade Grossman.

A veces sí excluyen a propósito, admite: “No digo que nunca pase”. Pero su investigación sugiere que usualmente es un descuido o asumen que no nos interesaría.

Al fin y al cabo, si quisieran excluirnos, no hablarían tan abiertamente de sus planes. “Es imposible incluir a todos en todo. Sería una expectativa irreal”, reflexiona.


Esa sensación de quedar fuera toca fibras adolescentes, de ahí mi incomodidad con Clara. Pero no debemos eternizar esos guiones internos.

Aprendí a arriesgarme socialmente al vivir en el extranjero -primero a los 23, luego a los 26 años. Mi vida social dependía de unirme a planes ajenos. La mayoría accedió encantada; los pocos rechazos no me lo tomé personal.

Grossman confirma que exageramos lo incómodo que resultará pedir unirnos. En sus experimentos, probaron dos enfoques: preguntar “¿Puedo ir?” versus afirmar “Iré”. Curiosamente, el resultado fue similar.

Aún así, recomienda preguntar con tacto. Yo suelo dejar pistas como “¡Justo ese día estoy libre!”.

El contexto importa -no es lo mismo una cita informal que una boda. Pero en general, perdernos conexiones por miedo al rechazo.

Los organizadores pueden ayudar siendo explícitos: un simple “¿te apuntas?” basta.

Inspirado, cuando una amiga mencionó clases de Pilates, le pregunté sin dudar si podía acompañarle. Dijo que sí -y cuando otra quiso unirse, también accedí.