Nunca me han llamado mucho la atención las comedias que se basan en exageradas desgracias. La película italiana de Roberto Benigni, Johnny Stecchino, es la excepción. Sí, es una farsa, pero también es una astuta crítica social; ridiculiza a la mafia sin santificar a sus opositores y juega con la brecha entre como son las cosas y como parecen ser.
Seis años antes de que su papel en La vida es bella, ganadora del Óscar, lo diera a conocer al mundo entero, Benigni escribió, dirigió y protagonizó este éxito de taquilla de 1991 que al instante se convirtió en un clásico nacional. “Stecchino” significa palillo de dientes en italiano, y el jefe mafioso Johnny Stecchino siempre lleva uno en los labios, un accesorio que define su personalidad arrogante.
Vi esta comedia por primera vez en la televisión unos meses después de mudarme a Cerdeña en 2003. Costandome seguir la trama, no paraba de confundir a Dante, el ingenuo conductor de autobús que come plátanos, con su doble Johnny (ambos interpretados por Benigni), por quien los demás lo confunden frecuentemente. Su nombre no es casualidad: Dante, como el gran poeta italiano que guía a los lectores a través de la Divina Comedia. Pero este Dante se mueve torpemente por su propio infierno cómico sin mapa ni idea, sobreviviendo gracias a su encanto inconsciente. Incluso entonces, reconocí mi propia desorientación en su incomprensión, y verlo usado para generar risas hizo que mi confusión con los códigos culturales se sintiese más ligera.
La historia avanza a toda velocidad: Dante conoce a Maria, la glamurosa esposa del gánster, interpretada por la propia esposa de Benigni, Nicoletta Braschi, quien ve en él una solución perfecta. Atraerlo a Palermo, hacerlo pasar por su marido y que lo asesinen en lugar de Johnny para así poder escapar de la mafia para siempre. A Dante se lo agasaja con banquetes y vinos, lo tratan con una deferencia desconcertante, y escucha con seriedad a un mafioso, presentado como el tío de Johnny Stecchino, que dispensa “verdades” con gravedad. Asegura a Dante que la cocaína que le ofrecen es en realidad medicina para la diabetes, y más tarde revela que el “verdadero mal de Sicilia” no es la mafia, sino el tráfico de Palermo. Dante asiente con convicción sincera, como si el zio finalmente hubiera expresado lo que él siempre había creído. Cada escena oscila entre la amenaza y el absurdo, pero Dante sonríe durante todo el camino.
Uno de mis momentos favoritos es cuando Dante asiste a la ópera con Maria. Confundido por Johnny, le dicen que es un asesino. La cámara alterna entre la multitud burlona y su expresión confundida. Pensando que están enfadados por el plátano que robó antes, agita un billete, insistiendo en que tenía la intención de pagar después del primer acto. La solemnidad de la ópera hace que su disculpa fuera de lugar sea aún más absurda. Me traslada a una tarde en los Abruzos, cuando era au pair, y unos amigos locales me dijeron que el dinero de la familia estaba macchiato di sangue –manchado de sangre. Saqué un billete de 5.000 liras, vi que estaba limpio y me encogí de hombros. Tanto Dante como yo continuamos en la ignorancia, nuestras interpretaciones literales nos protegían de verdades que no podíamos comprender.
La comedia está tanto en las imágenes como en los diálogos. La actuación de Benigni es una musicalidad física: una forma de andar desgarbada y un cuerpo que constantemente se inclina y gira, como si siempre estuviera medio paso fuera de sincronía con el mundo que lo rodea. Salta cuando se choca con personas y objetos. La cámara se detiene en su rostro, captando cada destello de confianza fuera de lugar. Las calles de Palermo tienen la teatralidad de un escenario, enmarcándolo como si se hubiera desviado hacia la obra equivocada, lo cual, en cierto sentido, es así. El timing lo es todo: el medio compás antes de que un malentendido se establezca, la larga pausa que convierte la amenaza en farsa.
El cine italiano siempre ha sido bueno para mantener opuestos en un mismo marco. Desde la dureza del neorrealismo hasta las agridulces comedias sociales de los años 60, nunca ha tenido miedo de dejar que el humor se siente junto a la tragedia, y el comentario político junto al romance. Incluso en la comedia, suele haber una verdad escondida dentro del chiste. En el Reino Unido o EE.UU., esto quizás se quede en la superficie. En Italia, se convierte en una sátira sobre la complicidad, la identidad y la supervivencia.
Veintidós años después, me siento completamente como en casa en Cerdeña y cada vez que veo Johnny Stecchino, me río a carcajadas, como lo hacen los italianos cuando el slapstick está en su punto. Las escenas del plátano, el billete marcado y las lecciones sobre seguridad vial a mafiosos son tan maravillosamente tontas ahora como la primera vez que las vi. En aquel entonces no sabía quién era quién ni qué estaba pasando, y me reí de todos modos. Prueba de que a veces, como Dante, hay que seguir adelante, incluso cuando la historia no tiene sentido. Y si tienes suerte, puedes mirar atrás décadas después y ver la comedia en todo ello.
