En mi Austria natal, la parentela ni siquiera se molesta en cerrar con llave sus puertas principales. Por eso, cuando partí en la década de los ochenta hacia los Estados Unidos, me advirtieron sobre la elevada tasa de criminalidad del país y me hizo temer a esta extensión tan imponente.
Cumplí veintiún años estando en Los Ángeles y había tomado algunas cervezas. Cansado y dispuesto a regresar a casa, tomé un autobús público. Al bajarme, me percaté de que había olvidado mi cámara en el asiento; un verdadero desastre, pues era un objeto muy preciado para mí.
Por fortuna, el autobús me había dejado justo al lado de una cabina telefónica, así que localicé el número del transporte público de Los Ángeles, les llamé y les expliqué que había dejado atrás mi cámara. Tras ser puesto en espera por unos minutos, la señora al otro extremo de la línea me dijo que aguardara en la parada y que me la devolverían.
Solo unos minutos después, el autobús en el que había viajado hizo un cambio de sentido, se detuvo y el conductor me entregó mi cámara. Fue algo totalmente inesperado: pensé que tendría que ir a buscarla yo mismo a un depósito lejano, si es que alguien no se la había apropiado ya.
Le di las gracias efusivamente al conductor, quien resultó ser un tipo cálido y amable. “Hoy es mi cumpleaños, y este es el mejor regalo”, le dije. Sin perder el ritmo, el conductor tomó el micrófono y anunció: “Oigan todos, hoy es el cumpleaños de este chico”, y luego hizo que todos en el autobús, unas cincuenta personas que probablemente volvían del trabajo, se unieran para cantarme el ‘Feliz cumpleaños’.
Quedé extasiado de alegría. El recuerdo todavía hoy me arranca una sonrisa. ¡Lo único que lamento es no haber pensado en tomarle una foto a aquel alegre conductor de autobús!
¿Cuál es el gesto más amable que un desconocido ha tenido contigo?
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