Eve Myles reflexiona: «Antes me decían que no tenía el perfil de protagonista, ahora sé que mis peculiaridades son lo que me hace auténtica»

Eve Myles en 1981 y 2025, sentada ante una mesa repleta de manjares festivosEve Myles en 1981 y 2025. Fotografía reciente: Pål Hansen/The Guardian. Estilismo: Andie Redman. Peluquería y maquillaje: Bethany Long. Imagen de archivo: cortesía de Eve Myles

Nacida en 1978 en Ystradgynlais, Gales, la actriz Eve Myles se formó en el Royal Welsh College of Music and Drama antes de obtener su primer papel relevante como Ceri Lewis en el drama galés de la BBC Belonging, que se emitió entre 2000 y 2009. Se consolidó como figura destacada interpretando a Gwen Cooper en Torchwood, el spin-off de Doctor Who, desde 2006 hasta 2011, y posteriormente cosechó elogios por su interpretación protagónica como Faith Howells en el thriller Keeping Faith/Un Bore Mercher. Reside en Cardiff con su esposo, el actor Bradley Freegard, y sus tres hijas. Este otoño protagoniza la serie dramática de ITV The Hack.

Esta instantánea, capturada en mi festejo de tercer cumpleaños, evidencia que me crié con comida centrada en carne procesada. Para tan señalada ocasión, se sirvieron rollitos de salchicha y chipolatas ensartadas, sumamente elegantes y emblema de toda celebración que se precie. Obviamente mi madre había acudido a la ciudad por ese glaseado para ocultar la atrocidad del bizcocho que yacía sepultado bajo él. Me habría elevado como una cometa tras probarlo.

A esa edad yo era extrovertida, locuaz y ladronzuela. Mis padres debían contratar niñeras con frecuencia, pues cada vez que una venía, algún objeto desaparecía de su bolso y ella rehusaba volver. Siempre ocurría lo mismo: lápiz labial. Estaba obsesionada con él, aunque ni siquiera podía articular la palabra. Decía “triple clic” en su lugar.

Mi madre siempre me hallaba oculta bajo la cama o dentro de una funda de almohada. Fingía ignorar de qué se trataba, pese a haber bajado las escaleras tras haber hurtado sombra de ojos y colorete a mamá, apareciendo impasible ante mi familia completamente maquillada, semejando un payaso. Mamá comentaba con sutileza: “¿Te has maquillado un poco, Eve?” Yo replicaba: “No, no, nada de nada”.

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Esto persistió un tiempo. A menudo, mamá recibía llamadas de mis profesores diciendo: “Eve fue al baño y regresó como si fuera a salir de noche en Swansea”. Todos lo permitían, así que al final me hastié y la fijación se desvaneció. Durante años, no pude resistir la transformación y creatividad que el maquillaje me brindaba. Quizá mi madre me inspiró en parte: era una mujer glamurosa y yo anhelaba emularla. Principalmente me encantaba portar una máscara, que es a lo que me dedico actualmente. Debía ser mi destino manifestándose.

Mis padres se separaron unos seis meses después de tomarse esta foto. Mi madre me crio predominantemente. Crecí en un pueblo minero, en una comunidad donde la puerta siempre permanecía abierta. Todos velaban por los demás. Era un lugar espléndido para crecer, no de modo opulento, sino rebosante de gente afable y sensata. Allí no había nada, solo un río hermoso, así que hallé el escapismo en la cultura. Recuerdo haber visto Starlight Express en Londres de niña; fue mi primera experiencia teatral y sentí que alguien había accionado un interruptor prendiéndome fuego. Había este calor interno expandiéndose. Mike’s Video Store también avivó la llama. Mamá alquilaba una película cada viernes y la veíamos dos veces esa noche y dos el sábado. Yo la volvía a ver dos veces más el domingo. Las artes me cautivaron y siempre sentí esa añoranza por explorar el mundo más allá de mi pueblo.

Mi yo de tres años siempre me toca el hombro y me dice: ‘¿No es maravilloso? ¿No tienes suerte?’

Tuve una maestra extraordinaria en la escuela, la actriz llamada Hazel Williams. Un día preguntó: “¿Te gustaría audicionar para el teatro nacional galés?” Creí que se refería a un pub, pero al indagar comprendí la magnitud de la oportunidad. Actuar no era prioridad en mi horizonte pues parecía ajeno a mi realidad. Durante años oscillé entre querer ser logopeda, ingresar a la policía o ejercer de comadrona. Pero con el tiempo, la inmensidad del sueño devino aterradora: el temor al fracaso resultaba abrumador. Afortunadamente, además de Hazel, Dave Bond del Royal Welsh College of Music and Drama me aseguró que, sin importar mi origen, allí pertenecía. Ambos me inculcaron el mensaje: “Esta industria es para todos. Si trabajas arduamente, puedes permanecer en ella, pero debes respetarla”. Así pues, eso hice porque, en esencia, actuar fue mi primer amor.

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Nunca fui adepta al proceso de audición. Si lo replantearan como “taller”, tal vez sería menos intimidante. Pero, por fortuna, logré superar mis nervios y comencé a trabajar como actriz en mi segundo año. En cierta forma fue una liberación, pues mi madre y yo habíamos evaluado nuestra situación financiera y comprendimos que no podíamos costearme la vida estudiantil durante los tres años completos. Tener ingresos fue crucial: significaba evitar descubiertos, no pedir préstamos constantemente y poder adquirir libros. Surgió una oportunidad en la Royal Shakespeare Company, luego todo cambió al conocer a Russell T Davies. Me otorgó el papel de Gwyneth en Doctor Who y posteriormente escribió para mí a Gwen Cooper en Torchwood. Fue como si todo mi universo se expandiera.

Disfruté de un buen comienzo en mi carrera, pero lamento no haber sabido que cualesquiera que fuesen mis imperfecciones, debí celebrarlas en lugar de intentar modificarlas. No era la típica protagonista televisiva y me lo hicieron saber al inicio de mi trayectoria, tras las audiciones. Pero ahora comprendo que todas mis idiosincrasias son precisamente lo que me distingue y autentifica. Me inquieta que en esta industria exista una lucha por la perfección. Durante mis veinte años, temí equivocarme y recibí numerosos comentarios de personas del sector que me afectaron, muchos centrados en la apariencia.

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Todavía no soy la protagonista convencional, pero interpreto personajes formidables. Gente dura. No soy confrontacional y soy considerablemente más amable que los roles que suelo encarnar. A menudo tardan en abandonarme, como Fran en (drama de la BBC) El invitado. Ella es siete personas distintas en un mismo envase: poderosa, aterradora, mordaz, infantil, adolescente, vulnerable y luego nuevamente una asesina. Al término de un día de rodaje, me dirigía a la isla de la cocina y contemplaba el vacío hasta que Brad colocaba una copa de vino tinto ante mí y me instaba a desconectar y darme un baño.

Correr me ayuda a desprenderme de la intensidad del personaje; además, nada iguala tener en casa a niñas de quince, once y tres años que te devuelven al presente. Desde fuera, a menudo aparento tener el control, pero bajo la superficie aleteo como un pato.

Pese a los malabares entre familia y trabajo, jamás dejaré de sentirme afortunada y agradecida por mi suerte. Se debe a que mi yo de tres años siempre me toca el hombro y me susurra: “¿No es extraordinario? ¿No tienes suerte? No lo des por sentado y procura disfrutar cada instante”. Trabajo con personas que me inspiran y nunca cesaré de estar profundamente agradecida por poder portar una máscara cada día. Afortunadamente, ahora se considera una profesión, no un delito.