Aunque el término ‘siesta’ proviene del español, su origen se remonta al latín ‘sexta hora’, que denotaba la sexta hora tras el amanecer, momento en que los romanos solían reposar. Al igual que el inteligente uso de patios umbríos y fuentes refrescantes, la siesta constituye una de esas estrategias atemporales para sobrevivir a climas tórridos. A pesar del mundo moderno, ha logrado pervivir en parte, reforzando la percepción equívoca de que la vida en el sur de Europa es más sencilla… donde quizá el trabajo no se toma con excesiva seriedad.
No obstante, los investigadores del sueño sostienen que la siesta no es meramente una costumbre cultural pintoresca. La somnolencia vespertina temprana es un fenómeno humano universal, incluso en sociedades donde la hora de comer no es un evento extravagante regado con vino. Cazadores-recolectores como los Hadza de Tanzania o los San del Kalahari también duermen la siesta, a pesar de depender de trabajar duro para alimentarse.
Algunos únicamente reposan durante los meses cálidos, pero la tradición no es exclusiva de países cálidos. Un observador del siglo XVII en Birmingham señaló que los tejedores locales seguían un patrón similar: comenzaban a trabajar temprano, dormían la siesta y retomaban el trabajo hasta el anochecer.
Entonces, ¿por qué no todo el mundo se beneficia de ella? Las exigencias de la vida urbana y los largos trayectos al trabajo lo dificultan. Estudios demuestran que el 60% de los españoles nunca duerme la siesta. Pero con jornadas laborales extensas que se prolongan hasta la tarde, ¿quizá la siesta es justo lo que se necesita?
Así que, tal vez sea mejor poner los pies en alto y echar una cabezadita… De hecho, tengo tanto sueño que apenas puedo terminar esta frase…
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