A principios de la década de 1960 fue, para mi generación en Argentina, una época de descubrimiento cuando, en nuestra adolescencia, aprendimos sobre el sexo, la metafísica, los Beatles, Ezra Pound, Che Guevara, las películas de Fellini y la nueva literatura de América Latina. En la librería de la esquina de mi escuela, comenzaron a aparecer novelas con fotografías en blanco y negro en las portadas cuyos autores en español, reconociendo a Borges como la fuente y origen de todos los esfuerzos literarios, intentaban encontrar en los realistas europeos del siglo XIX nuevas formas de representar la realidad problemática de España y América del Sur.
Una de esas novelas fue La Ciudad y los Perros, extrañamente traducida al inglés como The Time of the Hero, escrita por un joven y desconocido escritor peruano, Mario Vargas Llosa, quien en 1962 había ganado el recién creado Premio Biblioteca Breve en España. Nuestra profesora de literatura, mientras nos animaba a explorar los campos transgresores del surrealismo y la ficción fantástica, pensaba que esta novela era demasiado extrema para las imaginaciones adolescentes: demasiada violencia juvenil; demasiado sexo turbio; demasiado cuestionamiento de la autoridad. No había habido nada como eso en la literatura en español antes. Un feroz alegato contra el sistema militar de Perú, incandescente de rabia contra la hipocresía del orden establecido reflejado en la academia militar más prestigiosa de Lima (que el autor había atendido), también era la crónica de un rito de paso adolescente hacia las filas de la patriarquía dominante. El libro enfureció tanto a las autoridades peruanas que, siguiendo la tradición de los padres fundadores de la ciudad, se ordenó un auto de fe y docenas de copias fueron quemadas en el patio de la academia. Al comienzo de lo que los astutos editores etiquetaron como el “boom” de la literatura latinoamericana, el libro de Vargas Llosa fue reconocido como un clásico subversivo moderno.
Hasta entonces, la llamada “novela de protesta” en las literaturas de América Latina tenía a Zola como modelo. Bajo la gran sombra del autor de La Tierra y Germinal, escritores como Ciro Alegría y José María Arguedas habían escrito sobre las vidas de aquellos a quienes nuestra cultura europea nos había enseñado a negar. Vargas Llosa no siguió a Zola, sino que eligió a Flaubert como su guía, escribiendo una década más tarde un espléndido ensayo, La Orgía Perpetua, en el que argumentaba que Madame Bovary inició la novela moderna al establecer un narrador “objetivo” que, al negarse a predicar, daba la ilusión de contar una historia que era verdadera.
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Al inicio del ‘boom’ de la literatura latinoamericana, el libro de Vargas Llosa fue reconocido como un clásico subversivo moderno
Esperamos con gran expectación las siguientes novelas de Vargas Llosa, La Casa Verde (1966) y Conversación en la Catedral (1969), y más tarde Pantaleón y las Visitadoras (1973) y la humorísticamente erótica Tía Julia y el Escribidor (1977), siempre tratando de descubrir quién era este hombre que, en la vida pública, balanceaba sus alianzas políticas de izquierda a derecha, pero siempre manteniéndose comprometido, en su ficción, con los preceptos básicos de empatía humana.
El joven Vargas Llosa, al igual que muchos intelectuales sudamericanos, había apoyado la revolución de Castro, pero después de la prisión del poeta Heberto Padilla se declaró opositor al régimen cubano. Casi dos décadas después, Vargas Llosa se convirtió en el jefe del partido de centro-derecha Movimiento Libertad, y formó una coalición con otros dos políticos de centro-derecha. En 1990, como candidato a la presidencia, Vargas Llosa perdió ante Alberto Fujimori, quien luego fue condenado a 25 años de prisión por abusos de derechos humanos, y más tarde, indultado ilegalmente. A partir de entonces, Vargas Llosa restringió su activismo político a sus frecuentes columnas de periódicos y, de manera mucho más sutil y efectiva, a su ficción, por la cual fue galardonado, en 2010, con el premio Nobel.