Entre la tradición y la tortura en Mallorca

Pocos temas dividen tanto la opinión en España como la tauromaquia. Sus orígenes se remontan a la cultura ibérica antigua, cuando los toros eran sacrificados o cazados durante rituales y ceremonias religiosas. Sin embargo, la “Corrida de Toros” en su forma actual solo se desarrolló en el siglo XVIII.

Incluso Ernest Hemingway quedó cautivado por el baile arcaico entre toro y matador en su novela de 1926, “Fiesta”, y lo vio como un símbolo fascinante de coraje, arte e intensidad de vida—pero también como un desafío existencial. Para él, esta tradición española era una representación: un espectáculo con el torero, el toro y la muerte como protagonistas.

No hay duda de que las corridas son parte integral del patrimonio cultural de España. Y cualquiera que haya asistido a un espectáculo en la arena entenderá, al escuchar los gritos de “¡Viva España!” o “¡Visca Mallorca!”, que se trata de un ritual que moldea identidades. Como extranjero y no español, es difícil comprender cuán arraigada está esta ceremonia en la cultura ibérica. Esto dificulta involucrarse en un debate ya de por sí muy polarizado.

Sin embargo—y no nos engañemos—es un espectáculo brutal y cruel. Aunque el torero parece arriesgar su vida en la arena, el toro casi siempre pierde la batalla—y la paga con su vida. Las protestas de los defensores de los animales, que tachan la tauromaquia moderna de carnicería sangrienta y obsoleta, son por ello comprensibles.

La iniciativa del gobierno balear en 2017 de introducir nuevas normas en las islas y prohibir la muerte de los animales en el ruedo fue sin duda un paso en la dirección correcta. Lástima que un fallo judicial lo anulase poco después. Esa “tauromaquia más suave” probablemente complacería a todos—a los defensores del espectáculo cargado de testosterona, los llamados aficionados, los animalistas y, no menos importante, a los propios toros.

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