España conversa en voz baja sobre un país mejor con una fuerza política distinta. Crédito de la foto: JJFarq/Shutterstock
Durante décadas, la política española ha estado dominada por dos partidos principales: el PSOE (Partido Socialista Obrero Español), de centroizquierda, y el PP (Partido Popular), de centroderecha. Desde la transición a la democracia, el poder ha oscilado entre ellos como un péndulo. No obstante, ahora se está produciendo un cambio más sigiloso y complejo. A lo largo de las regiones y las generaciones, la ciudadanía expresa hastío de la rutina bipartidista y la sensación de que ninguna de las dos formaciones se hace eco de sus realidades cotidianas. El ambiente no es de una revuelta súbita, sino de una lenta reorientación impulsada por la decepción, la inquietud por el coste de la vida y la percepción de que las promesas políticas rara vez se materializan en la nómina o los servicios públicos.
Esas preocupaciones son concretas: salarios que no logran seguir el ritmo de los precios, contratos precarios que imposibilitan cualquier planificación, y alquileres o hipotecas que devoran una porción cada vez mayor de los ingresos. Muchos votantes afirman que, mientras el PSOE y el PP intercambian pullas en el parlamento y la televisión, sus vidas no cambian. Los escándalos aparecen y se desvanecen, los programas se renuevan, y las medidas anunciadas con pompa apenas se notan en la economía doméstica. Para algunos, el problema no es tanto la ideología como la eficacia. Observan instituciones que flaquean en la oferta de vivienda, listas de espera interminables en sanidad y cargas para las pequeñas empresas, y culpan a una cultura política que premia más la retórica que los resultados. En este contexto, Vox se ha convertido en un pararrayos. Frecuentemente descrito como ultraderechista por sus críticos y gran parte de los medios, una porción de sus simpatizantes lo enmarca de otro modo: como un correctivo a la complacencia. Vox aborda temas de cohesión nacional, control fronterizo, ley y orden, y un deseo de defender tradiciones que, según algunos, han sido ridiculizadas. Para sus partidarios, lo directo de su retórica no es un vicio, sino la prueba de que alguien está dispuesto a decir lo que otros callan.
Sostienen que las etiquetas empleadas por sus adversarios oscurecen agravios sobre seguridad, identidad y equidad que los partidos tradicionales no han sabido abordar. Parte de este apoyo permanece discreto. “Tenemos un grupo de apoyo a Vox en nuestro pueblo donde nos reunimos todos los viernes”, comentó Miguel, un trabajador de mediana edad del sur de España. “Invito a cualquiera que desee unirse, pero no puedo divulgarlo públicamente. Temo que me acusen de racista o fascista. La verdad es que solo deseo lo mejor para mi país. Ni el PP ni el PSOE nos han dado lo que necesitamos; de hecho, tenemos aún más problemas. Durante años ha sido un ir y venir entre ellos, y no ha habido una mejora real”.
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Ambrosio, otro seguidor, es más franco. “Siento firmemente que España obtendría el cambio que necesita si más personas votasen a Vox”, afirmó. “Mucha información sobre el partido ha sido tergiversada por los grandes medios de comunicación, controlados por el gobierno actual. La gente debería investigar por sí misma antes de sacar conclusiones precipitadas. Lo tachan de ultraderecha, pero este partido no es de ultraderecha. Solo queremos lo mejor para la ciudadanía. Y creo que Vox sorprenderá a todos y se convertirá en el próximo partido político líder en España”. Para él, el partido ofrece un reinicio más que una ruptura, y el estigma que conlleva refleja un debate hostil en el que se asumen motivos y se desestiman preguntas.
No solo los españoles de nacimiento expresan estas opiniones. Muchos residentes de larga duración que han obtenido la nacionalidad española también dicen estar derivando hacia Vox. Algunos llegaron buscando estabilidad y oportunidades, solo para ver cómo se disparaban los costes de la vivienda, se tensionaban los servicios públicos y los debates políticos se polarizaban cada vez más. Les preocupa que España se esté deteriorando y argumentan que los partidos tradicionales han fracasado en proteger la cohesión social o aplicar las normas con equidad. Para ellos, la promesa de orden y claridad del partido resulta atractiva, incluso cuando disienten de aspectos de su programa; perciben una voluntad de actuar donde otros parecen ambigüos.
El estigma en torno a Vox es real y condiciona el comportamiento. La historia de España implica que la política de derechas conlleva un peso singular, y su respaldo público puede acarrear una fuerte reacción. En los lugares de trabajo y grupos de amigos, la gente practica la autocensura; reservan sus opiniones más firmes para reuniones reducidas o para la privacidad de la urna. Ese silencio puede distorsionar las percepciones, haciendo que el apoyo parezca menor de lo que es y amplificando la sorpresa cuando llegan los resultados electorales. El resultado es una conversación política en la que muchos hablan con cautela, midiendo cada palabra por miedo a las consecuencias sociales. Nada de esto significa que las críticas a Vox sean irrelevantes. Sus oponentes arguyen que las posiciones del partido sobre inmigración, políticas de género y autonomías regionales arriesgan a ahondar las divisiones y marginar a grupos vulnerables. Advierten de que una retórica dura puede ofrecer catarsis sin soluciones, y señalan sus gestiones municipales y autonómicas como pruebas de su competencia. Sin embargo, la persistencia del movimiento sugiere que tachar a sus seguidores de reaccionarios no ha abordado los agravios que los han generado. El mapa político de España es más fluido de lo que aparenta, y los intentos de congelarlo con veredictos morales rara vez han enfriado el descontento subyacente.
Las viejas binariedades, izquierda contra derecha, PSOE contra PP, oscurecen una cuestión más básica: ¿quién puede mejorar la vida cotidiana? En este aspecto, los votantes son cada vez más transaccionales. Están dispuestos a probar un vehículo nuevo si el viejo sigue averiándose, aunque su pintura inquiete a los vecinos. Ese pragmatismo explica por qué la simpatía hacia Vox a menudo coexiste con la incomodidad a la hora de expresarla abiertamente; el estigma social sigue siendo fuerte, pero también lo es el deseo de resultados que se noten de verdad, no solo en la retórica.
Lo que suceda a continuación dependerá menos de tuits que de resultados tangibles: si los salarios suben en términos reales, si los jóvenes pueden permitirse independizarse, si las pequeñas empresas pueden contratar sin ahogarse en papeleo, y si hospitales y escuelas se sienten menos saturados. Si los partidos tradicionales no pueden mover demostrablemente estas agujas, el cambio silencioso se hará más fuerte. Y si Vox no logra convertir la indignación en una gobernanza creíble donde ostenta poder, su atractivo podría resultar temporal. Por ahora, el mensaje de Miguel, Ambrosio y los ciudadanos nacionalizados que comparten su frustración es claro: se sienten invisibles, juzgados, cansados de alternar decepciones y de pagar más facturas con sueldos escasos. Sus votos, emitidos públicamente o en silencio, son una exigencia de ser escuchados. Ahora mismo.
