Este verano en Mallorca ha sido excepcionalmente ajetreado y sin duda pronto dispondremos de cifras turísticas fiables que lo corroboren. Sin embargo, mientras quienes se benefician del turismo celebran y anticipan un merecido descanso durante los meses invernales, otros menos afortunados esbozan sonrisas forzadas. La brecha entre los privilegiados y los desfavorecidos se amplía cada día más en la isla, y esto se manifiesta con particular claridad en comunidades rurales como el valle de Sóller, donde los precios de la vivienda son prohibitivos y los alquileres a largo plazo resultan desorbitados, cuando no directamente inexistentes.
Cada vez con más frecuencia, son únicamente los adinerados con segundas residencias o los foráneos ‘breeze-ins’, como los denomina mi vecino mallorquín, quienes pueden desembolsar el capital necesario para asegurar un alquiler de larga duración o adquirir una propiedad. Ya no se recibe a los recién llegados con la misma calidez de antaño. Recientemente, una inmobiliaria local de Sóller colgó con orgullo un cartel en una vivienda vendida que rezaba: “Venut a gent de Sóller com ha de ser”, lo cual significa que la casa fue vendida a gente de Sóller, como debería ser. Este hecho constituyó un aviso previo al más reciente incidente de pintadas contra las señales de ETV en el pueblo. Al parecer, los lugareños, frustrados y airados por no poder costearse ni el alquiler ni la compra en su propio valle, están perdiendo la paciencia rápidamente.
Además de los propietarios de alquileres turísticos tipo Air BnB que están levantando ampollas, también son objeto de críticas aquellos que mantienen sus segundas residencias vacías durante gran parte del año. Si a ello se le suma el aluvión diario de turistas, el tráfico incesante durante los meses estivales y la proliferación de bazofria que se vende en las tiendas de souvenirs de la calle principal, antaño hogar de comercios útiles para los autóctonos, el cóctel resultante es una tormenta perfecta. El consitorio de Sóller ha estado llevando a cabo consultas ciudadanas para determinar cómo abordar todos estos problemas apremiantes. Hay sugerencias tanto útiles como desacertadas, pero lo que queda meridianaamente claro es que la situación está al borde del estallido. ¿Qué será lo siguiente? ¿Comenzarán los jóvenes desesperados y sin hogar a ocupar viviendas vacías? ¿Supondrá eso la llamada de atención necesaria para que el gobierno autonómico actúe, restrinja nuevas licencias, persiga las viviendas turísticas ilegales y agilice la construcción de vivienda social? El tiempo lo dirá.
