Como el Capitolio de EE. UU. un siglo después, Versalles, ese magnífico y ridículamente opulento monumento a la monarquía francesa, fue construido sobre terrenos cuestionables: tierra pantanosa. Muchos en el círculo del Rey Luis XIV miraron con recelo su decisión de trasladar la corte a un pueblo pantanoso a kilómetros de París, lugar de un pabellón de caza real y una gran potencial locura. Pero lo hizo de todos modos: el humedal fue drenado, se importó la arena y el agua corriente fue ingeniosamente diseñada para soportar una ode palaciega al poder absoluto.
La Reina de Versalles, un nuevo musical original de Broadway protagonizado por Kristin Chenoweth, se asienta sobre bases igualmente inestables. La razón de ser del espectáculo es la reunion de Chenoweth, la diva diminuta que originó a la rubia preeminente de Broadway (Glinda la Bruja Buena), con el compositor de Wicked, Stephen Schwartz. Y para el primer papel principal de Chenoweth en Broadway en una década, el duo, junto con la autora Lindsey Ferrentino, ha seleccionado un curioso vehículo de regreso: la esposa de un multimillonario compradora compulsiva, orgullosa constructora de la residencia privada más grande de América, creyente no arrepentida de los beneficios del capitalismo americano.
Ciertamente, la vida de Jackie Siegel, una luchadora de clase media que logró casarse con el dueño de la mayor empresa de tiempos compartidos de Estados Unidos –ese sería David Siegel (F Murray Abraham), tan central en los acontecimientos como la voz de Abraham es apta para un musical– le da a Chenoweth mucho en qué morder. La actriz, siempre pisando la línea entre el dulce corazón de América y el camp neoyorquino, brilla en el papel de una rubia de dinero nuevo sin remordimientos, con pelo grande, pechos grandes (falsos) y un gran apetito por todas las cosas grandes ("¡Si puedes hacerlo más grande, hazlo!", gorjea). Tan odiosa como la riqueza ostentosamente inútil y tremendamente cursi de Jackie puede parecer en el año 2025, es difícil no animarla, mientras Chenoweth disfruta de cada outfit rosa chicle con lentejuelas, cada chiste sin vergüenza y el énfasis literal en su mantra de "sigue empujando". El gusto de Chenoweth, su soprano operística y distintivamente embriagadora, su agarre de décadas sobre el tono de la rubia delirante pero adorable, le da a lo que debería ser fácilmente risible un bonito barniz de heroísmo.
Ella es la estrella de esta producción ornamentada, y eso es desafortunado. Basada en parte en el documental de Lauren Greenfield de 2012 sobre la búsqueda de los Siegel para construir una réplica de Versalles en los pantanos de Florida, La Reina de Versalles, como la mega-mansión americana que recrea, es extravagante, difícil de manejar, sin sentido y aparentemente inacabada. A veces, la producción hinchada –el espectáculo, dirigido por Michael Arden, dura casi tres horas con intermedio– invoca las locuras de la antigua aristocracia francesa, con Luis XIV y su corte lujosamente vestida haciendo el coro griego para las extravagancias mucho menos regias de los Siegel. Es en parte un espectáculo multimedia de basura americana –un elaborado collage de la construcción de la década del 2000 y trabajo de cámara en vivo (un diseño escénico y de video impresionante de Dane Laffrey) que resulta en uno de los escenarios más infinitamente estratificados que he visto. Es en parte camp americano, mientras la Jackie de Chenoweth mitologiza su ascenso de mesera a ingeniera de IBM a operación de senos a reina de belleza a esposa trofeo, una oda al esfuerzo con algunas notas falsas (como, ya sabes, el abuso conyugal) que el espectáculo, como su narradora, trata como la desagradable pero necesaria fibra para una ganadora.
Es en parte un triángulo dramático familiar, entre Jackie, su hija rebelde Victoria (Nina White), y la prima adoptiva Johnquil (Tatum Grace Hopkins), una pobre outsider que se adapta rápidamente al materialismo extremo de los Siegel de finales de los 2000 (crédito al diseñador de vestuario Christian Cowan: las referencias del 2008 son dolorosamente exactas). Y es un comentario torpe sobre la adoración de la riqueza americana, con una referencia directa a un ala este remodelada (¡ja!) y un recordatorio, cortesía de María Antonieta (Cassondra James), de que quizás hemos superado al Rey Sol en lo que a aristocracia cursilona se refiere.
Ese momento –como un breve y desgarrador interludio de la niñera filipina Sofia (Melody Butiu), aprovechando al máximo con muy poco, que vive en la antigua casa de juegos de Victoria, o David Siegel preguntándose en broma por qué él recibe un rescate gubernamental en 2009 cuando sus arrendatarios en quiebra no (la crisis financiera es un parpadeo relativo)– debería calar más hondo. Pero se sienten como notas al pie de página autoconscientes para el asombroso tomo de vacuidad y delirio de Jackie. Tal como está, este derroche resulta un absoluto desastre, ensartado por una música que en el mejor de los casos es olvidable, si adecuada para la aún encantadora voz de Chenoweth, y en el peor desagradablemente enloquecida (La Balada del Rey de los Tiempos Compartidos), poco cocida (una balada a un lagarto muerto) o directamente ofensiva (Casitas Pequeñas –ya sabes, de clase media baja– que tienen, por supuesto, "corazones grandes").
Cualquier punto fino que Schwartz y compañía esperaban hacer queda en cambio subsumido por la actuación huracanada de Chenoweth –divertida, en un duelo de divas con María Antonieta, y en conjunto menos conmovedora cuando el tema es la determinación derrochadora de Jackie, incluso después de una tragedia devastadora (y chocante). Un número final que debería ser desgarrador, destinado a transmitir la asombrosa soledad de Jackie entre el mármol y los espejos despiadados –¡una vez más, este escenario!– no es el "Rose’s Turn", transmitiendo solo la aptitud de Chenoweth para otro papel protagónico. Por supuesto, no es culpa de la Reina de Versalles que ella tenga su pastel mientras la asistencia alimentaria caduca y la Casa Blanca se vuelve a dorar. Pero puedes perdonarnos por no importarnos.
