Nadie en el modesto barrio valenciano de Fuensanta percató de que su vecino, Antonio Famoso, había desaparecido. Crédito: freshwater / Creative Commons
Durante quince largos años, nadie en el modesto barrio valenciano de Fuensanta advirtió la ausencia de su vecino, Antonio Famoso. Esta humilde zona, plagada de envejecidos edificios de escasa altura en las afueras de la ciudad, ha arrastrado durante décadas el estigma de la marginación. Sin embargo, nada preparó a los residentes para el espeluznante descubrimiento que vendría a truncar su tranquila tarde de sábado.
A las 4:17 de la tarde, los bomberos accedieron al piso de Antonio en la sexta planta a través de una ventana en la calle Luis Fenollet. En su interior, hallaron lo que la policía describiría posteriormente como una “escena dantesca”. En uno de los dormitorios del apartamento de cien metros cuadrados yacían los restos óseos y momificados del pensionista de ochenta y seis años. Permaneció vestido, rodeado de palomas muertas e insectos en medio de una suciedad inconcebible —una naturaleza muerta lúgubre que había permanecido oculta durante un decenio y medio.
«El cuerpo presentaba un estado esquelético, en fase avanzada de descomposición, momificado», constaba en el atestado de la Policía Local, según recogió el periódico español El País.
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Una vida discreta en la soledad
La historia de Antonio es un relato de soledad extrema en una urbe bulliciosa. Nacido en Malagón, Ciudad Real, llevaba décadas viviendo en Valencia. Tras separarse de su esposa hace unos treinta años, el jubilado fue cortando progresivamente todos sus vínculos —incluso con sus dos hijos, un varón y una mujer. Según antiguos conocidos, sus días transcurrían con una rutina silenciosa y predecible entre su hogar, el supermercado, esporádicos paseos bajo los árboles y, sobre todo, el bar de la esquina.
«Nunca molestó a nadie», rememora Rafael, un antiguo portero de discoteca de cuarenta y cuatro años que residía en el piso inferior. «Siempre iba y venía solo. Cuando dejamos de verlo, pensamos que lo habían ingresado en una residencia.»
Fue Rafael quien, sin saberlo, desencadenó la cadena de eventos que desvelaría el misterio. Tras las recientes lluvias torrenciales que provocaron filtraciones desde la azotea, contactó con la compañía de seguros para reclamar los daños. Cuando los bomberos acudieron a inspeccionar la propiedad, accedieron al piso de Antonio —y realizaron el sobrecogedor hallazgo.
El hombre a quien nadie echó en falta
Entre los residentes, la reacción fue unánime: nadie había notado su desaparición. En el bloque contiguo, Xavi recordaba a Antonio como un pensionista retraído y abatido —«un alma perdida» que pareció apagarse tras su separación. «Se vino abajo», afirmó. La mayoría de los vecinos ni siquiera conseguían asociar un rostro a ese nombre.
«Increíble», comentó una joven en el bar local. «Nosotros no lo conocíamos.» Francisco, un octogenario sociable que lleva viviendo en el edificio colindante desde hace más de cuarenta años, quedó estupefacto. «Me has dejado sin palabras», reconoció.
Según la Policía Nacional, que se ha hecho cargo de la investigación, la muerte de Antonio ha sido catalogada como no violenta. «No hay indicios de foul play en esta fase», informaron. Ni siquiera su familia había interpuesto una denuncia por desaparición.
Cuando las autoridades entraron en su vivienda, no hallaron signos de effracción. El cerrojo estaba echado por dentro, y el buzón solo exhibía una etiqueta amarilla descolorida con su nombre. «No había acumulación de correspondencia, ni folletos publicitarios ni pegatinas de cerrajería», explicó Rafael. «A veces recogemos el correo de los pisos vacíos para evitar okupaciones.»
Uno de los interrogantes más insólitos en torno al caso es por qué nadie percibió el olor en ningún momento. «Nunca olíamos nada», declaró un vecino nervioso que prefirió mantener el anonimato. Otro residente especuló con que la ventana abierta, que había permitido el acceso a las palomas, quizá también ventiló el piso durante años. Rafael recordó que su tía se quejó en una ocasión, hace muchos años, de un hedor insoportable en el edificio. «Al cabo de unos días desapareció, y todo el mundo lo olvidó», dijo.
El relato adquiere un cariz si cabe más desconcertante en lo que respecta a las finanzas de Antonio. Según los vecinos, su cuenta bancaria siguió abonando las facturas de luz y agua durante quince años. Incluso una antigua deuda de la comunidad de más de once mil euros, según se supo, había sido saldada mediante retenciones de su pensión.
Fuentes policiales confirmaron que la pensión de jubilación de Antonio siguió ingresándose en su cuenta a lo largo de todos esos años. En España, no se requiere un certificado de vida para continuar percibiendo el pago —lo que significa que, a menos que el fallecimiento se registre formalmente, las pensiones pueden perpetuarse sine die.
La administradora del inmueble declinó pronunciarse sobre el caso, mientras la policía continúa recomponiendo los escasos detalles de los últimos años de Antonio.
Para los habitantes de Fuensanta, el descubrimiento se ha erigido en un estremecedor símbolo del aislamiento urbano —un recordatorio de cómo se puede vivir y morir completamente inadvertido, incluso estando rodeado de vecinos.
Como un residente expresó con sobrecogedora sencillez: «Era parte del edificio, mas no de nuestras vidas».
