Carecía por completo de carisma y atractivo personal. A lo largo de sus ochenta y tres años de vida, nadie le oyó pronunciar jamás un chiste o una ocurrencia mínimamente ingeniosa.
No obstante, a diferencia de Hitler, Mussolini o Stalin, se mantuvo en el poder en sus propios términos –sin ser desafiado durante toda su longeva vida– y falleció plácidamente en su lecho.
Siempre hubo en él un deje de crueldad. En el transcurso de un banquete durante la Guerra Civil, le informaron de la captura de cuatro muchachas en el frente de Madrid que portaban pañuelos republicanos. ¿Qué se debía hacer con ellas? «Ah, fusiladlas», dijo, mientras se servía sopa en su plato.
Francisco Franco Bahamonde nació el 4 de diciembre de 1892 en el seno de una familia gallega de clase media. Torpe y testarudo desde el principio, rompió con la tradición naval familiar y optó por ingresar en el ejército.
A principios del siglo XX, un joven oficial tenía dos opciones: servir en un regimiento de guarnición, seguro pero anodino y sin porvenir, o bien alistarse para combatir en la guerra de Marruecos. Franco, siempre una máquina de calcular, escogió Marruecos –y con ello, un ascenso rápido.
A los treinta y tres años, ya era general.
Dos anécdotas lo definen a la perfección. La primera: cuando resultó gravemente herido en Marruecos, los sanitarios lo trasladaron a la zona de los ‘casos perdidos’ para centrarse en salvar a otros. Franco les encañonó con su pistola y les ordenó que lo operaran, salvando así su propia vida.
La segunda: una vez hubo ascendido a la jefatura del Estado, un viejo amigo de la infancia fue a visitarle. «¿Te tuteo o te trato de usted?», bromeó el amigo. Con total seriedad, Franco replicó: «Puedes llamarme Excelencia».
Para 1936, España se encontraba en una encrucijada. ¿Seguiría el camino de Rusia hacia el comunismo –una vía que millones apoyaban– o el de Alemania e Italia hacia el fascismo? Franco, al frente de los jóvenes generales de derechas, desencadenó una Guerra Civil para mantener a España ‘cristiana’.
Vale la pena recordar a Sanjurjo, Mola y Primo de Rivera. Cada uno contaba con un numeroso séquito, y cualquiera de ellos pudo haberse erigido en caudillo. Pero los tres fallecieron de muerte violenta en rápida sucesión, dejando el campo libre para Franco.
¿Suerte… o algo más siniestro?
Fue típico de él aceptar una ayuda militar masiva de Hitler y Mussolini –hacer lo que fuera necesario para ganar– y igualmente típico que, una vez afianzado en el poder, se negase a corresponder el favor.
Franco comprendió que, tras la Segunda Guerra Mundial, todos los estados europeos se verían presionados a alinearse con Estados Unidos o con la URSS. Él estaba decidido a plantar cara a ambos.
Irónicamente, fue la salvación de España –y el principio del fin de la dictadura– lo que llegó de una fuente insospechada: el turismo.
Durante el *boom* de la posguerra, los jóvenes europeos tenían de pronto dinero, música y ganas de viajar. España podía ser pobre y atrasada, pero tenía sol y playas. Los aviones podían trasladar personas desde Manchester, Mannheim y Maastricht hasta Málaga en menos de tres horas. El turismo explotó.
A Franco no le agradaba, pero necesitaba el dinero. Luego, Estados Unidos ofreció millones a cambio de bases navales y aéreas en Rota y Morón. El poderoso dólar abrió España a la modernidad.
Para la década de 1960, Franco empezaba a mostrar signos de demencia. Su idea de diversión era sentarse en una silla de ruedas con una escopeta mientras pavos y avestruces eran arrebañados a centímetros de su cañón. Disparar contra aves indefensas se había convertido en su único placer restante.
El 20 de noviembre de 1975 –y sin duda pasarán el fragmento toda la semana– un presentador de noticias, visiblemente emocionado, anunció: ‘Franco ha muerto’.
El sistema que construyó fue barrido con celeridad. Y España merece felicitarse por la rapidez y suavidad con las que volvió a la vida.
Viva España.
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