Siempre es una sorpresa cuando llega el éxtasis. Últimamente, me despierto temprano, con el amanecer en el horizonte. Pienso que sería hermoso ver el atardecer, y en esos momentos tranquilos, recuerdo el bullicio de la ciudad, o la mano de un amante en la mía, o las palabras que no pude decir. Y, al mirar hacia el cielo, veo que el sol yá salió. Lamento haberlo perdido; me sorprende que llegara tan rápido. Pero por un instante, la luz brilla fuerte; y brevemente, las partes de mí que no siempre conozco se iluminan. En esos momentos, recuerdo que estamos vivos.
Gran parte de mi escritura trata de cerrar la brecha entre emoción y expresión. La sensación de pérdida en este abismo es inevitable; es imposible traducir la emoción de ver a un ser querido al otro lado de la habitación, o el sobresalto que sientes al cruzar a un amigo en la calle y darte cuenta de que ahora son extraños. Pero aún así, intento escribir, como lo hacía Virginia Woolf, no tanto preocupada por el conocimiento, sino por el sentimiento. Y como el lenguaje no siempre basta, uso música, ritmo.
Woolf lo hace magistralmente en La señora Dalloway. No solo le importaban las notas de un instrumento, sino los momentos en que las manos de un pianista se quedan suspendidas sobre las teclas, o la pausa antes de que un trompetista sople. E incluso antes: ¿qué camino tomó el pianista para llegar al trabajo hoy? ¿Qué le dijo el trompetista a su esposa antes de dormir anoche, y qué le respondió ella? Y más atrás: ¿qué pudo haber vivido el músico a los 18 años que marcó su vida? ¿Cómo cambió la vida de Sally Seton y Clarissa Dalloway cuando se besaron, un momento que Woolf describe como una revelación, una experiencia religiosa? La pregunta que late en esta novela: ¿cómo llegamos a ser? Puede que no sean notas musicales, pero estas preguntas y sus respuestas son música de algún tipo.
Woolf también escribe con un toque pictórico. Las imágenes que evoca me recuerdan a las obras de mi pintora favorita, Lynette Yiadom-Boakye, donde las preocupaciones internas se externalizan en las pinceladas del lienzo, tiernas y firmes; en cómo los personajes llenan el marco con sus cuerpos, sus identidades; en cómo los fondos hablan tanto como el tema principal.
En la obra de Woolf, rara vez hay miradas directas. Todos apartan la vista, incapaces de lidiar con la sensación de ser vistos, o miran hacia otro lado cuando los descubren. Y lo entiendes. Da miedo ser visto. Todas estas emociones, preocupaciones y miedos, expuestos, sin dónde esconderse. Y sin embargo, si no nos mostramos, Woolf sugiere que es imposible vivir de verdad.
Hablemos de Londres, que nunca es solo un fondo, sino un personaje esencial. Es un organismo vivo, que se puede tocar, recorrer, explorar. Woolf escribe sobre nuestro amor por Londres, por tonto que sea. Y yo no puedo resistirme a su encanto, porque es mi hogar. El ritmo de sus calles; el bullicio de los trabajadores; el sonido de Big Ben seguido por St Margaret’s; “los coches, autobuses, furgonetas, hombres con carteles”; la calma que se abre al entrar a St James’s Park, interrumpida solo por pasos lentos o el aleteo de los patos; la sinfonía que vuelve al salir del parque, el zumbido distintivo que surge del suelo. La ciudad vibra.
Pero el zumbido no viene del pavimento. El hogar, ya sea una ciudad, un pueblo o un aldea, son sus personas. El Londres de La señora Dalloway, el que conozco, está lleno de padres e hijos, amantes y enemigos, desconocidos y caras familiares; lleno de amor y envidia, ambición y duelo; lleno de una belleza inmensa, una belleza que ella, que yo, podríamos ver "en los ojos de la gente". Y si miramos de cerca, mientras extraños y amantes pasan, quizás veamos esta belleza como prueba de que estamos vivos.
Y si me lo permiten, quisiera hablar brevemente del amor. Cuando menciono el éxtasis o esta noción de estar vivo, hablo de los momentos más altos y profundos de la experiencia humana. El amor abarca todo eso. Al principio de la novela, Woolf aborda la relación de Clarissa con Sally Seton: “¿no había sido eso, después de todo, amor?”. Me pregunto: ¿el amor es una pregunta, o nos hace preguntar? ¿Nos hace decir “¿quién es esa persona?” al sentirnos atraídos por alguien? ¿Nos hace ver esa atracción como algo irresistible, como si el deseo fuera una debilidad y no una virtud?
No hay respuestas, solo más preguntas. Pero señalo al éxtasis, a un beso: “el resplandor, la revelación, el sentimiento religioso”. ¿No es así cuando estamos más cerca de nosotros mismos? ¿Cuando nos sentimos más vivos? El amor expande nuestras vidas y nuestras formas de expresarnos, haciendo espacio para nuestros deseos más auténticos, aunque sea por un momento. Nos pregunta cómo llegamos a ser y qué necesitamos para seguir; nos encuentra en el espacio entre quienes fuimos y quienes queremos ser. Y ahí, en medio de todo, el amor nos muestra un espejo para vernos completos.
El duelo, creo, es opuesto y compañero del amor. El duelo por la vida que pudiste vivir. Por la persona que pudiste ser. Y el duelo no llega como pérdida, sino como incapacidad de expresarla. Clarissa puede decir lo que le pasó a su hermana Sylvia, muerta por un árbol, pero no cómo se sintió. Entiende que si se hubiera casado con Peter, “¡esta alegría sería mía todo el día!”, pero no puede con el peso emocional de esa posibilidad. Algunos nunca encuentran las palabras para su dolor, o este cae en el abismo entre emoción y expresión; pero lo intentamos. “Es una pena no decir lo que uno siente”, pero lo intentamos. A veces, la luz de la luna desaparece brevemente con la noche; el sol no arde, pero un nuevo amanecer llega; y con esa primera luz, antes de las nubes, el duelo se alivia. Y, bañados en luz, recordamos una vez más: estamos vivos.
Fragmento de una charla encargada por el festival Charleston 2025.
