Crítica: Por qué ‘I Swear’ me dejó sin palabras

En un año lleno de éxitos de taquilla y películas olvidables, I Swear surge como un faro silencioso: un biopic que no solo cuenta una historia, sino que la graba en tu alma. Dirigida por Kirk Jones, esta película narra la odisea real de John Davidson, un activista escocés cuya lucha con el síndrome de Tourette en los incomprendidos años 80 cambió vidas, incluyendo la suya propia. Desde las primeras escenas, te adentras en un mundo crudo, sin filtros y profundamente humano. No es solo una de las mejores películas que he visto este año; es una historia que perdura, desafiándote a confrontar tus propias ideas sobre la diferencia y la dignidad.

Lo que eleva a I Swear por encima del típico relato inspiracional es su honestidad, mezclada a la perfección con un ingenio que te toma por sorpresa. Vemos la alienación temprana de John, las miradas crueles de sus compañeros y la pesada niebla del aislamiento, pero la película se niega a hundirse en la lástima. En su lugar, interrumpe estos momentos con explosiones de humor que se sienten merecidas, como los improperios involuntarios que se convierten en escudo y espada. Es una narrativa que educa sin sermonear, recordándonos que la lucha no se trata de perfección, sino de persistencia.

En el corazón de esta película está la increíble actuación de Robert Aramayo como John Davidson—una interpretación tan compleja y natural que ya susurran sobre el Oscar. Conocido por sus papeles en epopeyas de fantasía, Aramayo se arraiga aquí en la realidad del heroísmo cotidiano, capturando los tics, las frustraciones y los triunfos silenciosos.

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Acompañando a Aramayo hay un reparto que convierte cada escena en magia. Maxine Peake como Dottie, la mujer enigmática que se convierte en el ancla de John, irradia una calidez feroz y nutritiva que es a la vez maternal y revolucionaria—su fuerza silenciosa es el pegamento emocional que mantiene a raya las aguas más turbulentas de la película. Incluso las versiones más jovenes de John, interpretadas por talentos emergentes, aseguran que los saltos en el tiempo se sientan fluidos y no fragmentados.

El humor en I Swear es su arma secreta, tejido a través del caos de la película. Desde los años adolescentes incómodos de John hasta las absurdidades de navegar un mundo que equipara la diferencia con desviación, las risas son agudas y conscientes, a menudo nacidas de la misma condición que el filme humaniza. Sin embargo, a pesar de todo su humor, I Swear tiene un golpe emocional que resuena mucho después de los créditos. La exploración de la identidad y la aceptación impacta con fuerza, especialmente en las escenas donde John lidia con el rechazo de la sociedad y la guerra interna por su autoestima. Es profundamente conmovedor; raras veces he salido de un cine tan agotado pero a la vez inspirado. Para los espectadores neurodivergentes, puede sentirse como un espejo; para otros, una ventana vital.

Al final, I Swear no es solo una película—es un juramento a la empatía, un recordatorio de que nuestras diferencias son las chispas que encienden nuestra humanidad compartida. Si buscas una historia que ríe entre lágrimas, educa con el corazón e inspira con autenticidad, date prisa por ver esta obra maestra. Esto es el cine en su forma más compasiva y convincente. Ve sin saber nada, emerge transformado—te juro que no te arrepentirás.

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I Swear ya se proyecta en los cines Luna Palace.