La controversia en torno a los planes de construir un nuevo polvorín en la base aérea de Son Sant Joan revela, ante todo, lo lejana que aún se percibe la guerra para Mallorca. La indignación entre los residentes refleja menos una genuina percepción de peligro que un profundo malestar con todo lo castrense – un sentimiento que hace tiempo se desvanició en numerosos países de Europa central y oriental.
Mientras los gobiernos en Varsovia, Praga, Vilna o incluso Berlín debaten sobre el servicio militar, la defensa civil y los sistemas antiaéreos, y mientras urbes por toda la región evalúan dónde podrían refugiarse en una emergencia, la idea de un conflicto bélico en Mallorca permanece abstracta. La isla vive en paz – y se ha habituado a ello. Que se almacene munición en una base militar operativa les resulta a muchos casi indecente.
No obstante, Son Sant Joan ha simbolizado durante 75 años la presencia militar de España en el Mediterráneo – desde operaciones de rescate hasta la preparación para la defensa. Aún así, la conciencia de que España también es parte de una Europa amenazada parece tenue.
El Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, sigue resistiéndose a cumplir el objetivo de gasto de la OTAN del dos por ciento del PIB, insistiendo en que España prefiere “invertir en paz, no en armas”. Es un sentir que suena moralmente noble, pero políticamente peligroso.
La paz no se sostiene por sí sola. Quienes ven la defensa como una provocación confunden los deseos con la seguridad. El polvorín proyectado no es un emblema de escalada, sino un signo de realismo: Europa ya no puede permitirse el lujo de dar por sentada su propia seguridas.
