El anuncio de la Casa Blanca que vincula el Tylenol con el autismo y promueve la leucovorina como tratamiento es prematuro y peligroso. Los estudios más rigurosos hasta la fecha no demuestran una relación causal entre el acetaminofén y el autismo, y la leucovorina aún no es una terapia probada. Las embarazadas y las familias merecen orientación basada en la ciencia, no en la política. Y la salud pública depende de la confianza. Desafortunadamente, esa confianza se rompe cuando los líderes cambian la evidencia por frases impactantes.
Como médico y líder en salud pública, he pasado décadas trabajando en todo el mundo en primera línea durante epidemias. Desde el VIH en el África subsahariana hasta el Covid-19 en Nueva York, he sido testigo directo de las consecuencias cuando la conveniencia política sustituye a la evidencia científica. Los costos se miden no solo en confusión, sino en vidas perdidas, familias desestabilizadas y una confianza destruida. Lo que estamos viendo hoy es otra repetición de ese mismo error.
La verdad es que la ciencia sobre el acetaminofén y el autismo no está resuelta. Sí, hay estudios contradictorios. Pero la investigación de más alta calidad disponible no respalda un vínculo significativo, ni siquiera causal. Esa distinción es importante. Es importante para cada futura madre que toma decisiones sobre su salud. Es importante para cada clínico que intenta guiar a sus pacientes con integridad. Y es importante porque la salud pública requiere claridad, libre de confusión. Los anuncios federales categóricos basados en rumores o instinto político no protegen a las familias. De hecho, las asustan.
Lo mismo ocurre con la leucovorina. Existen estudios preliminares intrigantes que sugieren que podría ser prometedora en algunos casos del trastorno del espectro autista. Sin embargo, como en cualquier otro caso, la promesa no es prueba. Promocionar una terapia prematuramente es fomentar falsas esperanzas. Como resultado, familias desesperadas pueden buscar tratamientos no regulados, a menudo con un gran costo económico o emocional, y a veces con un costo para su seguridad. La investigación clínica, libre de cualquier agencia política, requiere paciencia y humildad. Requiere protección contra la atracción gravitacional del teatro político. Y lo más importante, la ciencia nunca debería doblegarse a las ruedas de prensa.
El peligro más profundo aquí no es solo sobre el Tylenol o la leucovorina. Se trata de un patrón: presentar ciencia a medio formar como un hecho establecido. De hecho, ya hemos estado aquí antes. Durante los primeros días del VIH en la década de 1980, la desinformación retrasó las pruebas, alimentó el estigma y costó innumerables vidas. Avancemos rápidamente hasta el Covid-19: la politización de las mascarillas, las vacunas y las terapias fracturó nuestra respuesta, profundizó la desconfianza y prolongó el sufrimiento. Cada vez, los más vulnerables pagaron el precio más alto. Cada vez, el ruido político ahogó la verdad científica.
Quiero ser claro: la salud pública descansa sobre una base frágil: la confianza. Confianza en que los líderes hablarán con honestidad. Confianza en que la orientación provendrá de evidencia carente de ideología. Confianza en que los sistemas destinados a proteger nuestra salud estarán guiados por la ciencia y la compasión, no por las encuestas y la política. Esa confianza se construye con un esfuerzo dolorosamente lento, pero puede romperse en un instante.
El autismo es una condición profundamente compleja. Está moldeada por un tapiz de genética, influencias ambientales y determinantes sociales. Pretender que un único medicamento de venta libre tiene la respuesta no solo es engañoso, sino que es un insulto para los millones de familias que lidian con esta condición a diario. Si de verdad nos tomamos en serio abordar el autismo, entonces debemos invertir en investigación creíble a largo plazo, en apoyo comunitario y en terapias respaldadas por una ciencia rigurosa. Las familias merecen más que atajos y frases pegadizas.
Comprendo la tentación de la certeza. Comprendo el atractivo de una respuesta simple frente a una necesidad abrumadora. Pero la medicina me ha enseñado una dura verdad: los atajos casi siempre salen mal. Los pacientes salen perjudicados, la confianza se erosiona y el progreso real se retrasa. El papel de los médicos, científicos y defensores de la salud pública es, y siempre debe ser, resistir esa tentación. Decir, con humildad pero con firmeza: “Aún no lo sabemos. Pero seguiremos trabajando hasta que lo averigüemos”. Ese tipo de transparencia no es debilidad. Es una fortaleza derivada del tipo de integridad que nuestros líderes de salud pública deberían exigir.
En mi carrera, he tenido el privilegio de trabajar junto a comunidades devastadas por epidemias, pero también definidas por la resiliencia. Ellas me han enseñado que la ciencia es más que puntos de datos. Es una relación entre la evidencia y las personas cuyas vidas dependen de ella. Y esa relación exige honestidad incluso cuando las respuestas son incompletas. Exige humildad, incluso cuando la presión por la certeza es abrumadora. Y exige el coraje de decir la verdad al poder, especialmente cuando el poder busca torcer la verdad para adecuarla a su voluntad política.
El anuncio de la Casa Blanca es más que prematuro; es peligroso. Coloca la política por delante de la ciencia y, al hacerlo, pone en peligro la misma confianza de la que depende la salud pública. Debemos hacerlo mejor. Nuestros pacientes merecen algo mejor. Nuestras familias merecen algo mejor. Nuestra nación merece algo mejor.
Porque cuando la política distorsiona la ciencia, rara vez son los políticos quienes pagan el precio. Son los pacientes. Son los padres. Son los niños. Con eso en mente, tú decides si confiar en la ciencia sólida o en meras frases impactantes.
Foto: Andrew Harnik/Getty Images
El Dr. Tyler B. Evans es el CEO, Director Médico y Cofundador de Wellness Equity Alliance, así como el autor de “Pandemics, Poverty, and Politics: Decoding the Social and Political Drivers of Pandemics from Plague to COVID-19”.
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