En la serie de Netflix de Lena Dunham, Too Much, la protagonista Jess tiene un ex tóxico llamado Zev. A través de recuerdos, vemos como Zev ignora sus necesidades emocionales, le exige que se desaga de su perro y, lo peor de todo, se burla de sus gustos culturales: Vanderpump Rules, las "Real Housewomen de Carolina del Norte", las canciones de Miley Cyrus. Cuando Jess canta con entusiasmo la balada Angels Like You, Zev la regaña: "Eso no es música de verdad, es basura fabricada – vamos, eres demasiado inteligente para creer en eso". Jess defiende a Cyrus brevemente antes de rendirse. "¡No me hagas sentir estúpida por amar las cosas!", implora llorosa.
Zev es un mal tipo y un esnob cultural. Es un mal tipo en parte porque es un esnob cultural. También es una reliquia. Vivimos en un mundo donde el desprecio hacia la cultura basado en su nivel de sofisticación o valor intelectual se considera profundamente pasado de moda, si no casi malvado. Las etiquetas despectivas –placer culpable, caja boba, entretenimiento simplón, pop desechable, tele basura– ya no se usan. Toda la cultura tiene valor: las películas de superhéroes generan discursos casi académicos; Taylor Swift es el tema de múltiples clases universitarias; y los programas de realities sirven también como análisis de la situación nacional ( The Traitors refleja las disfunciones de la democracia británica, según Ian Dunt; la competición brutal de Love Island USA es una alegoría de la crueldad de la vida estadounidense, de acuerdo con The New Yorker). Lanzar insultos –vacío, estúpido, sin sentido, que mata neuronas– ahora es como escupir al espejo: dice más de ti que de la canción/serie/película que criticas.
Pero, ¿y si el esnobismo cultural, que tan efectivamente descartamos en la última década, no fue una pérdida de tiempo? ¿Y si en realidad defendía ciertos estándares? ¿Y si –ante un futuro dominado por el entretenimiento publicitario en redes y el contenido generado por IA– es nuestra única esperanza?
Se podría argumentar que la cultura ha ido en una espiral intelectual descendente desde la era Victoriana, cuando la literatura para el mercado masivo bajó el nivel colectivo. Desde entonces, nos hemos adaptado al arte en formas cada vez más populistas, democráticas y fáciles de digerir –cine, música pop, televisión, internet–, gran parte de ella reflejo de nuevas tecnologías. Con el tiempo, la sospecha hacia medios específicos se volvió sinónimo de elitismo y miedo al cambio, aunque siempre existieron jerarquías dentro de estas formas modernas, a menudo definidas por raza, género y sexualidad, donde lo producido (y los gustos) del hombre blanco y heterosexual generalmente recibían menos burlas.
En un artículo del New York Times del 2004, Kelefa Sanneh resumió el "rockismo" –la faceta musical de esa mentalidad– como preferir el punk sobre el disco, los conciertos en vivo sobre los videos musicales e idolatrar "al viejo legendario auténtico (o héroe underground) mientras se ridiculiza a la última estrella del pop". Para mediados de la década del 2000, el rockismo parecía sofocante. Para superarlo, Sanneh sugirió imaginar un mundo donde "es imposible separar los clásicos de los placeres culpables" e intentar "reconocer que los videos musicales y los realities pueden ser tan interesantes –y tan influyentes– como un álbum anticuado".
Ciertamente aceptamos ese desafío. Pronto el "poptimismo" –una ideología que mantenía que la autenticidad era una pose y que la música convencionalmente no seria (y luego, el cine, la TV y los libros) tenía valor inherente– se volvió el statu quo. Fue reforzado por la creencia de que el esnobismo hacia ciertos géneros era inseparable de los prejuicios (el recuerdo escalofriante de la Disco Demolition Night de 1979; Noel Gallagher respondiendo al acto principal de Jay-Z en Glasto 2008 diciendo: "No acepto el hip-hop en Glastonbury, está mal"). La gente quería purgarse de los prejuicios que le impedían abrazar la cultura de poca profundidad, resultando en titulares como "Mi esnobismo contra las novelas románticas estaba enraizado en la misoginia internalizada". En el caso de Zev y Jess, no es coincidencia que su música y TV favoritas sean estereotípicamente femeninas. No hace falta decir que evaluar el arte através de una lente misógina, homofóbica y de supremacía blanca no es bueno. Sin embargo, el alcance del poptimismo fue mucho más allá de las estructuras de poder opresivas; al final, la mentalidad abierta se convirtió en una celebración indiscriminada.
Too Much demuestra cómo. La defensa final de Jess sobre su devoción por Cyrus es equiparar el desdén de Zev con un tipo de robo emocional; juzgar es avergonzar, es destruir la alegría que escasea en un mundo plagado de catástrofes y desconexión. Esto se aplica no solo a la TV reality y la música comercial, sino también a las franquicias de cómics para hombres inmaduros y las epopeyas de fantasía. En 2016, un cómic web de Adam Ellis que mostraba a un fan del deporte diciéndole a su amigo burlón "deja que la gente disfrute de las cosas" captó esta perspectiva tan bien que se volvió un meme popular.
Hoy en día, "deja que la gente disfrute de las cosas" es la actitud predominante hacia todo consumo cultural. La normalización del fandom obsesivo ayudó a confundir la crítica con ataques que inducen trauma (véase: los Swifties que se toman la música de la cantante –y su discusión– increíblemente personal), igual que las superestrellas que contraatacan a los comentaristas (Lana Del Rey twitteando múltiples respuestas altaneras a una reseña de NPR; Halsey expresando sus esperanzas de que "el sótano desde donde dirigen [Pitchfork]" – situado nada menos en el World Trade Center – se derrumbe). Con cualquier negatividad ahora considerada violencia psíquica (a veces respondida con amenazas de violencia real de los fans), el entusiasmo tomó el control como el modo predeterminado. Irónicamente, considerando el historial de los Gallagher insultando a sus colegas, es una mentalidad que ha beneficiado sin fin al reencuentro de Oasis: no los llames derivados, aburridos o líricamente vacíos como hacía la gente en los 90; solo céntrate en la rara y preciosa visión de gente británica divirtiéndose.
Todo esto puede sonar muy bonito, pero una nueva era está sobre nosotros. Cuentas que publican música generada por IA están llegando a audiencias masivas; en junio, una banda de rock falsa llamada the Velvet Sundown acumuló más de 1 millón de reproducciones en Spotify en semanas. Ante los avances en la inteligencia artificial para crear videos, YouTube recientemente advirtió sobre contenido que es “poco auténtico”, “producido en masa” y “repetitivo” (lo cual, hay que admitirlo, suena como la descripción que haría un padre de los 90 de la música happy hardcore). Ahora existe un término establecido para este tipo de cosas: ‘slop’ – una palabra que refleja su naturaleza de baja calidad, vacía e imitativa. ¿Deberíamos simplemente dejar que la gente también lo disfrute?
Probablemente no. En diciembre, ‘brain rot’ – un término popular entre las generaciones Z y Alfa – fue coronada como la palabra del año de Oxford. Se la define como “el supuesto deterioro del estado mental o intelectual de una persona” debido al “consumo excesivo de material (especialmente contenido en línea) considerado trivial o poco estimulante”. Es una prueba de que no necesitamos esperar a que los robots tomen el control: consumir basura en redes sociales creada por humanos claramente se siente insalubre a un nivel biológico.
Lo curioso es que las características que definen al ‘slop’ de la IA y las redes sociales son las mismas cualidades contra las que la elitismo cultural solía protestar. Una de ellas era el comercialismo descarado: el contenido de IA toma muy poco tiempo o esfuerzo crear y las economías de escala significan que el lucro es el objetivo, mientras que el éxito del contenido en redes sociales se juzga casi enteramente por su número de visualizaciones. Otra era la imitación sin alma: la IA se basa de forma burda en la cultura existente; el ‘slop’ de las redes sociales, mientras tanto, a menudo implica recrear tendencias o modas pasajeras.
Algunos de estos viejos estándares les resultarán ajenos a los zoomers y alfas. En su libro de 2022, Los Noventa, el crítico Chuck Klosterman explora la hostilidad de esa década hacia “venderse”, lo cual él llama “el aspecto más noventero de los noventa”. Venderse implicaba que un artista respetado decidía hacer un trabajo más “digerible” y, por lo tanto, más viable comercialmente. Para 2010, dice Klosterman, “era difícil explicarle a un joven por qué este acto alguna vez se consideró problemático; para 2020 era difícil explicar qué significaba literalmente el término”.
Las redes sociales diezmaron la diferencia entre publicidad y entretenimiento hace mucho tiempo. ¿Y qué si el arte y el comercio se vuelven sinónimos? Bueno, qué tal esta advertencia increíblemente precisa del pasado reciente. Cuando los NFT – obras de arte digital que solo existen en línea – explotaron en popularidad durante la pandemia, había pocas señales de elitismo ludita: Christie’s vendió un NFT de Beeple por la cifra récord de 69,3 millones de dólares. Para sus detractores, escribió Rosanna McLaughlin en The Guardian, los creadores de NFT eran “buscadores de dinero moralmente en quiebra y vándalos ambientales cuyas creaciones apenas califican como arte”, una opinión compartida por el propio Beeple, quien describió su obra como “un gran montón de mierda”. Los NFT ayudaron a que “la distinción entre arte y activo” desapareciera, observó McLaughlin. “Los precios, no las ideas, dominan”. Esto significó que cuando estalló la burbuja – se informó en 2023 que el 95% de los NFT no tenían valor – no quedó absolutamente nada.
Si podemos usar los principios perdidos del elitismo cultural como una crítica efectiva y racional del ‘slop’ de la IA y las redes sociales, ¿por qué no reinstaurar estándares en todos los ámbitos? La imitación deliberada y una obsesión con los números gobiernan cada vez más la cultura popular convencional también. Las empresas tecnológicas que ahora crean y distribuyen mucha televisión están interesadas casi exclusivamente en la audiencia (como lo ha demostrado su política de cancelar programas aclamados) y siempre se han comprometido a explotar los gustos existentes: House of Cards, la primera serie original de Netflix, surgió después de que la plataforma notó que Kevin Spacey, el director David Fincher y la versión original de la BBC eran todos populares.
Tras la era de la televisión de prestigio, esta mentalidad ha producido, como es lógico, rendimientos decrecientes. El año pasado, el crítico del New York Times James Poniewozik acuñó el término “TV mediocre”, definida como una “profusión de competencia bien actuada y producida de forma elegante” que representaba la “voluntad de la televisión moderna de retroceder, de conformarse, de cambiar lo ambicioso por lo confiable”. En otras palabras, hacer apuestas seguras sobre programas imitativos y poco desafiantes (Poniewozik cita a Mr. and Mrs. Smith y La Casa del Dragón como ejemplos).
La búsqueda para atraer preferencias probadas también ha remodelado la música pop, mientras los compositores crean canciones sosas y vacuos con la esperanza de complacer a los algoritmos de Spotify. También es la razón por la que estamos atrapados en una pesadilla de reinicios, adaptaciones y spin-offs interminables (solo desde 2021 ha habido 11 series de Star Wars). La IA puede ser completamente derivativa, pero también lo es mucha televisión. Y Hollywood está tan claramente obligado a las marcas – ya sea propiedad intelectual existente o productos de consumo reales – que la satira cariñosa de Apple TV+, The Studio, usó esta obsesión como la piedra angular de su parodia de la industria cinematográfica. Inicialmente, el protagonista de The Studio, Matt Remick (Seth Rogen), solo da lip service al elitismo cultural: le enfurece la insistencia de su CEO en hacer una película sobre Kool-Aid. Pero la serie le enseña a comprometerse en una realidad post-Barbie. (Realmente no se puede reprochar a Remick: existe dentro de la división de TV de una compañía de teléfonos que intenta fomentar prestigio cultural; él siempre iba a ser un testaferro capitalista).
Obviamente, el valor del arte es subjetivo hasta cierto punto, pero aún hay algunos criterios amplios que podemos recuperar, independientemente del medio. En Shifty, la reciente serie documental de Adam Curtis sobre la Gran Bretaña de los años 80, hay un clip de Martin Amis diciéndole a un entrevistador: "Hay una gran convulsión de estupidez en el mundo, relacionada principalmente con la televisión […] Es casi como el consumismo de la cultura." En las imágenes, Amis parece casi cómicamente anticuado. Eso no significa que no tenga razón. Una gran convulsión de estupidez perdura – véase: el ‘brain rot’ o deterioro cerebral – pero la idea de que el arte puede propagar la idiotez ha desaparecido. Implícito en la mentalidad de "deja que la gente disfrute de las cosas" está el argumento de que las personas necesitan placer y distracción sin pensar durante tiempos terribles. Negarles eso es mezquino. Pero, ¿y si esos tiempos terribles fueron en parte un producto de nuestra cultura simplificada y obsesionada con el dinero en primer lugar?
En una entrevista de 1993, David Foster Wallace definió la cultura "baja" – como "la televisión y el cine popular" – como un arte que es lucrativo porque sabe que "el público prefiere el 100% de placer". El arte serio es "más propenso a hacerte sentir incómodo, o a obligarte a trabajar duro para acceder a sus placeres, de la misma manera que en la vida real el verdadero placer suele ser un subproducto del trabajo duro y la incomodidad". Puede que vivamos en una época en la que ver un programa de televisión completo sin mirar el teléfono se siente como una contemplación monástica, pero la filosofía de Foster Wallace sigue siendo cierta y aplicable. Cuanto más fácil es consumir y producir arte, y cuanto más se enfoca en la remuneración económica, menos nos da: ningún alimento para el pensamiento, solo reafirmación en un momento en el que las cámaras de eco son lo predeterminado.
El esnobismo cultural quizás no sea rival para los gigantes tecnológicos, la IA y el scroll infinito de las redes sociales. Pero como un baluarte contra el arte vacío, comercial e intelectualmente pobre hecho por robots o humanos o una combinación de ambos, vale la pena reconsiderarlo. A lo largo de este artículo, he estado tentado, en un estilo característicamente millennial, de asegurar mi propia falta de esnobismo cultural – yo he consumido con entusiasmo años de basura cultural – pero al final sentí menos un orgullo perverso que una vergüenza directa. Como mínimo, deberíamos dejar de vilificar a los defensores de algún tipo de estándares: los ‘Zevs’ de este mundo pueden tener sus defectos, pero cuando se trata de la cultura que pudre el cerebro, también podrían ser nuestros salvadores.
