La fascinante historia de Santiago de Compostela

SANTIAGO de Compostela constituyó antaño el destino más relevante del mundo cristiano, equiparable en poder de atracción incluso a Roma y Jerusalén.

Para fines del siglo XV, la ciudad se había erigido en lo que el profesor de estudios medievales Anthony Bale denomina ‘la capital de los viajeros europeos’ – una afirmación extraordinaria para un lugar que entonces se consideraba próximo al confín del mundo conocido.

En la actualidad, el Camino de Santiago atrae anualmente a cientos de miles de caminantes, lo que lo convierte en uno de los recorridos de larga distancia más populares de Europa.

Los peregrinos modernos han sustituido las tablillas de cera por *smartphones* y los mesones medievales por albergues, pero transitan las mismas rutas que otrora convirtieron a esta ciudad gallega en el destino primordial de la Cristiandad.

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Santiago albergaba los restos del Apóstol San *Santiago*, lo que la situaba entre los tres lugares de peregrinación más sagrados del cristianismo.

No obstante, a diferencia de sus homólogos mediterráneos y de Oriente Próximo, la ciudad gallega ofrecía algo que ni Roma ni Jerusalén podían garantizar: seguridad.

“La ciudad española poseía más glamour, mayor seguridad y un sistema de hospedaje bien organizado”, explica Bale, quien imparte clases en Birkbeck College de Londres y acaba de publicar ‘Guía de Viajes de la Edad Media’.

“Visitar el Cercano Oriente resultaba sumamente peligroso, por lo que peregrinos de todo el continente viajaban a Santiago en su lugar”, informó ABC.

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Millones emprendieron travesías de miles de millas, invirtiendo con frecuencia meses en el camino.

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No se trataba de viajes culturales – la mayoría viajaba por lo que denominaban ‘salud espiritual’, anhelando paz con Dios o esperando que los santos curasen sus dolencias.

Baste el ejemplo de Margery Kempe, una inglesa del siglo XIV que dejó a sus catorce hijos en casa para visitar las tres ciudades santas.

Las crónicas relatan que lloraba incesantemente ‘por sus pecados y, en ocasiones, por los pecados ajenos’ a lo largo de su viaje.

Su souvenir favorito – un anillo con una declaración de amor hacia Jesús – le fue robado durante el trayecto.

O considérese a Adalbrecht, un armero prusiano que vendió todas sus posesiones en 1384 para iniciar una peregrinación de nueve semanas desde Gdansk hasta Aquisgrán como penitencia por golpear a su esposa.

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Su esposa Dorothea lo acompañó, convencida de que el viaje les granjearía el favor divino. Fueron asaltados en Brandeburgo, quedando la mujer tan solo con una falda muy corta.

Los viajeros medievales disponían de guías que ofrecían consejos prácticos sobre todo, desde qué reliquias visitar en La Coruña hasta dónde acechaban los mosquitos.

El ‘Codex Calixtinus’ advertía a los peregrinos que nunca revelasen su itinerario ‘para impedir que ciertos hombres se adelantasen y tendiesen emboscadas a viajeros inocentes y confiados’.

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Santiago desarrolló lo que Bale describe como una ‘colosal industria viajera’ basada en el alojamiento y los souvenirs.

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La mítica concha de vieira se convirtió en la seña de identidad de la ciudad – prueba fehaciente de que el peregrino había completado su travesía. Las insignias y emblemas también eran objeto de una venta fervorosa, algunos exhibiendo *imágenes* sorprendentemente subidas de tono que, al parecer, los peregrinos medievales consideraban una bendición.

Quizás lo más llamativo sea lo poco que ha cambiado todo. A pesar de siglos de avance tecnológico, Bale sostiene que las motivaciones medievales reflejan las nuestras.

“Por mucho que amasen viajar, todos terminaban anhelando el hogar y el regreso”, afirma. “Es algo inherente al ser humano”.

No está mal para un lugar que los antiguos romanos denominaron Finisterre – el fin de la tierra.

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